lunes, 9 de julio de 2012

Al alba



Las cuatro de la mañana. Todo aún en penumbras. Una vejiga atiborrada saca a un hombre de la cama para echar a campo abierto la primera meada del día. Y el desguace de la rutina prostática le abre el sentido al Perulo, el granjero de las Quebradas. En el silencio del alba, y a solas, frente a una ciudad, que allá a lo lejos duerme con ojos de hambre sueños sin molla, este gañán toca la vida de cerca.

Al que escribe le es difícil mostrar la cara de este hombre llena de sombras. Como dice Valentina Carrozzi, al Perulo le cuesta la fe mucho más que la increencia. Una fuerza interior, que no sabe si sale de él, o le llega de fuera, invade las cuadras de sus carencias, sus creencias, o las querencias de sus días, que lo mismo tiene, dado el rústico y natural eclecticismo de este simple mortal que vive tejas abajo.

El Perulo, quieto, como can en muestra, se posa ante la claridad incipiente del día. Copulado con todo lo que le rodea, siente un placer dulce. Este hombre no entiende de corolarios metafísicos, tampoco de esoterismos; apenas distingue su cuerpo del alma. Pero en el claroscuro de un amanecer extásico, una dicha ontológica le hace exclamar para sus adentros:

Lo normal es morir. Todo lo que empieza acaba. Esa es la ley. Desmitificar la vida. Naturalizar la muerte. Para que la vida fuera posible, el tiempo necesitó millones de años. Para morir basta con desconectar una simple cánula, o dejar caer hacia abajo el costal de mis huesos por la trampilla de la pajera. ¡El milagro es estar vivo!
El Perulo goza esta madrugada. Y el sentir respirar el alba en sus propias tragaderas le produce una inigualable calma.

Dentro de poco la luz del día guiará al casero de las Quebradas por los trajines cotidianos: segará la alfalfa, tapará la tronera del gallinero por donde la noche pasada se coló la zorra, limpiará la cuadra, llenará de forraje el pesebre, quemará los rastrojos, apuntalará el albaricoquero que crece torcido, sulfatará los pinos de la cañada que la procesionaria ovilla... El diario laboreo cargará de prisas el día, y la ansiedad, ese mal que a todos envicia, atisborrará de abundante follaje y escaso fruto el serón de sus horas cansadas.

Por eso ahora en la tranquilidad del alba, fogón en el que se cuece el pan del día, el granjero de las Quebradas se sienta en el trono de su querido instante, mojón sosegado, desde donde ahora otea con fruición la vida. Y exclama:

Yo no sé que es lo que siente un huevo cuando se rompe y se convierte en cría. Tampoco sé lo que pasa por la cabeza de una flor cuando se transforma en almendra, cuando un gusano se reencarna en mariposa; pero seguro que esa fuerza instintiva, es la misma que en este momento me inunda y me embarga.
Ya clarea. Las vacas están despiertas, mordisquean las estrellas de la noche que rezagadas quedaron en su vuelo a la blancura cegada de un cielo imposible. El pragmatismo de la objetividad incrédula de la mañana se refleja sobre la pared de los cipreses del sendero. El perro, que hasta ahora con complicidad ungida ha respetado las recónditas cavilaciones del amo, topa, restriega repetidas veces su cabeza contra las rodillas del granjero abstraído.

Y el Perulo se despoja de ese trozo de atemporalidad pasajera, ese hálito sin lindes, infinito y tempranero. Con el rocío de la mañana el granjero se limpia las legañas de sus ojos en Babia, las musarañas de su visión entrecortada, el espejismo fugaz de sus manantiales eternos.

Y comienza su trabajo. El granjero siega ahora manojos de alfalfa para sus vacas que con bramidos constantes y sonantes le reclaman brevajes de tiempo, sol y agua.

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