domingo, 22 de julio de 2012

Ofensa o cumplido


El Rizao me cuenta lo de Tobi. ¡Si no tenía bastante con el problema de su mujer, ahora encima, lo del perro! Con todo el dolor de su corazón, se lo ha regalado a un médico de Zaragoza. No había perro como su perro, salvajemente dócil, rastreador. Mi amigo, a pesar de su gran cariño por el animal, no pudo consentir que Tobi despedazase a dos pavos que con esmero engordaba para el festín del cumpleaños de su separación con Marina.

Un perro que no sabe proteger las propiedades de su dueño, no debe seguir por más tiempo al lado de su amo. Su castigo: el destierro aragonés. No sé por qué saco a relucir este incidente canino. ¡Oh, sí! Tiene que ver con una entrada de los amigos Desde mi barricada acerca de Azulada.

Azulada es una ciudad encomiable, tiene aires capitalinos, imperiales. Y si no, decidme ¿qué coño hace la reina cada dos por tres por estos feudos? A Isabel la Católica le ocurrió otro tanto de lo mismo. Este pueblo es como un perro: dócil y a la vez impredecible. Un perro muy ducho, profesional, noble y leal; pero tiene un no sé qué, un algo que no entiendo.

Sus niveles de rentabilidad, bienestar, productividad y consumo fueron siempre muy competitivos. Azulada es implacable. La flexibilidad no es su virtud. El politeísmo no es su religión. Azulada es elitista, fuera de ella no hay salvación. Si no confraternizas con sus arcabuces, sus tortas fritas, sus gazpachos, sus canes y sus gachasmigas, eres un proscrito. Azulada es una ciudad abierta a los que a ella se abren. ¿El resto? ¡Extranjeros! No hay evangelios en su Biblia que tengan más credos que los suyos. Por eso Azulada me hace dudar.

Desde posiciones multiculturales, Azulada sobresale por su eclecticismo. Azulada es engreída y terca en reconocer que más allá de los monte de la Magdalena, el Arabí o el Cerro de los Santos, se pisa vino y se hace aceite tan bueno como el de sus lares. En Azulada solo caben dos opciones: los calaveras, los calamidades, que son la misma cosa, o los decem millia signati. En Azulada, hasta hace muy poco, o eras de la Iglesia, o comunista; judío, o cristiano; apóstata, o templario.

Y ahora yo me siento como el perro ese de mi amigo el Rizao. Toco mi cara, mis muslos, la barriga y siento mi cuerpo licántropo. Aquí soy un extraño, como el Tobi allá en un cortijo perdido por los montes de Aragón. Mis paisanos tienen la piel lisa; blanco es su color; azul, su aliento; cantarino como el silbo, el acento de su habla. Mi voz, en cambio, retumba como un ladrido. Mis manos son toscas y nerviosas como las ramas de los jinjoleros. Ayer mismo me dijeron:
¡Anda, pues a tí no se te nota nada que eres de Azulada!
Y no supe, si tomármelo como una ofensa o un cumplido.

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