jueves, 21 de junio de 2012
La voz de la palmera
Hace días veo mustia a la palmera, con sus lanzas partidas, doblegadas. Como si la prima de riesgo le hubiera contagiado su tristeza. Una canariensis libre y resuelta. No le avergonzaba expandir sus plumas de cobijo y tolerancia, en defensa ante cualquier pájaro, ya fuese mirlo, gorrión o cavernera.
Anoche hasta mi cama llegaron sus lamentos. Hoy al alba me levanto. Y antes de refrescar, como acostumbro, mis ojos con el agua que destilan las rosas y los calabacines, derecho voy a la palmera herida. Quiero consolarla. Y al abrazar su fornido tronco, escucho en su interior un revuelo colmenero. ¿Qué dicen los árboles cuando están callados y doloridos? Cierro los ojos concentrándome para así mejor oírla. Sus palabras me confunden. No es ella la que habla; es su quejido que se escapa desde dentro pidiendo ayuda. La cháchara acechante de unos G20, esos bichos que a muerte la poseen, la mordisquean y engullen hasta dejarla seca y triturada, viruta de ilusiones en arena.
Más de doce años este árbol luce en el centro de nuestra tierra. Alrededor de sus dátiles ha girado nuestro quehacer diario, entre verdes y amarillos, otoños y primaveras. La palmera siempre fue nuestra estrella polar de día. Y de noche, el baile de sus palmas: dulce nana para nuestros sueños en números rojos e inquietos en tiempos de crisis. Antes de construir el gallinero, incluso antes de hacer la cocina y la leñera, plantamos la palmera en el justo centro de la huerta, en el punto cero, donde arranca la esperanza, para que se expandiera en colores como la flor de la verdolaga entre los surcos de nuestro vivir resquebrajado, siempre ilusionado y danzante.
Creció enseguida, como bebé bien alimentado y querido. Pronto las uvas relucientes de sus racimos fueron perlas de collares y pulseras en las muñecas de los niños. Y si alguna mañana, al sol se le olvidaba salir, allí estaba la palmera. Con el rayo de sus ramas iluminaba nuestro andar deseoso y dubitativo.
Y sus dolores siguen. Y su gemido, sobre todo de noche, tiene amedrantados a los conejos y hasta las gallinas que ni de la zorra se asustan. Los árboles al igual que las personas, son atacados por la pena, más en soledad, que en compañía. Hasta una piedra vi una vez llorar por una lagartija. ¿No iba yo a apiadarme de la palmera que hasta ayer ha sido faro y cómplice de mis días?
Llamo al Servicio de Sanidad Vegetal de la Consejería de Agricultura, al 968 365439. Y un señor ausente y recortado me da la callada por respuesta. El I+D+i reducido en 2.000 millones de euros.
Como Tippi Hedren en Los pájaros de Hitchcock, aterrorizado estoy por los picotazos de una banda de picudos rojos que en manada vienen desde Los Cabos de Méjico. Y los veo ahora trajeados, sonrientes, que se meten como Pedro por su casa en el corazón mismo de la palmera. Y siento sus regüeldos gulosos al comerse el tierno y sabroso palmito de todo un pueblo cada vez más endeudado.
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