martes, 19 de junio de 2012

Desnuda en tierra




No es el pudor, sino su orgullo. Ella no quiere que la vean tan desvalida. Hasta hace poco: árbol fértil, brotes verdes, columpio de gorriones y nietos, divertimento de alegres mariposas. De su esbelto cuello caían generosos racimos de miel. Hoy sus senos le cuelgan despendolados como las ramas de una palmera taladrada por el picudo rojo. El escarabajo minó el palmito de su corazón sabroso. Desde que se le murió el marido, sus carnes se le caen a pedazos, estalactitas de gelatina disecada. Y lo que antaño fuera solaz de mirlos y tórtolas, hoy es verdad desnuda, sarmientos de tierra y caña. Y se esconde hasta de si misma.

A la madre anciana y enferma esta mañana la baña, la enjabona su hija en un barreño en la cocina. El hijo está delante. Siempre la madre fue muy recatada, puritana y vergonzosa. Nunca dejó que nadie la viera ni en camisón siquiera. El hijo por respeto, con disimulo se dirige hacia la puerta. Y la madre, desde su humildad más sincera, le dice: nene, no hace falta que te vayas.

Nadie antes de morir -el momento de la verdad suprema- se atrevería a mentir, y menos a un hijo. ¿Qué ganaría con ello, teniéndolo ya todo perdido? La madre está a punto de ser transverberada por el conocimiento perfecto y último, transido y dolorido. Y tras revelación tan clara, la mujer acepta y reconoce su desvestida naturaleza; y no le da cuidado mostrarse tal cual es, escuálida y desnuda, vacía, en cueros ante el hijo, que sorprendido evoca ahora aquellos versos Desnudo en barro de César Vallejo:
¡Quién tira tanto el hilo: quién descuelga
sin piedad nuestros nervios,
cordeles ya gastados, a la tumba!

¡Amor! Y tú también. Pedradas negras
se engendran en tu máscara y la rompen.
¡La tumba es todavía
un sexo de mujer que atrae al hombre!

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