Habremos de dejar tierra y casa
y dulce esposa; y de todos estos
árboles que cultivas ninguno,
salvo los odiosos cipreses,
te seguirá a ti, su dueño efímero;
(Horacio a Póstumo)
Quería tocar con mis manos el sueño de las estrellas. Y me retiré a vivir en este verde rincón de violetas blancas. Y el ancestral deseo que desde el Cerro de los Santos traigo durante más de seis millones de años sobre mi ilusionada frente, me llevó a plantar esta hilera de cipreses que escoltan la parte de atrás de mi casa, el lado más vulnerable, mi yo menos acompañado, mi esencia más desprotegida. Hoy son ya buenos mozos, entrados en podas, sombras y resoles, que me protegen del erizo y la comadreja.
Ignoro la manía de los humanos de relacionar muerte y soledad con esta clase de árboles. La paloma acosada por el jabalí limpia sus lágrimas con la resina que destilan sus ramas. El viento, al chocar con el músculo imbatible de su tronco, espanta los huevos de las tórtolas que huyen llorando amarillos por el apiadado sendero. Y oigo el quejido, el crujido de los cipreses solidarios por tan esclafada pérdida, su pajarera amistad truncada.
El ciprés y la nostalgia. En su savia guarda el tiempo lo mejor de su vivencia. Mintió también Horacio al decir que los cipreses eran odiosos. Hoy paso mi mano por su corteza; y no es tristeza lo que siento; que yo los he visto esta mañana bailar alegres allá en lo alto, en la discoteca azul del cielo.
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