miércoles, 23 de mayo de 2012

Doctrina



Siendo mujer, se hace llamar Yohanan. El imberbe o el barbado (da igual), recuesta ahora su cabeza en el costado de quien el otro día en la montaña dijo que la persona está por encima de la ley, del sábado o de cualquier tabla o doctrina. En sociedad tan machista, la hija de Zebedeo, para sentirse amada por el Insumiso de Palestina, se disfraza de hombre cuando, junto con los demás pescadores del lago de Tiberiades, es invitada a la cena.

Esta mujer -Yohanan- quiere escribir un libro. En aquel tiempo, las agencias, -la Idea-, la cultura dominante, vetaban a las mujeres escritoras. Sólo el hombre podía hacerlo. Claudel, la compañera de Auguste Rodin, tuvo que esconderse detrás del nombre del padre de sus hijos para que sus creaciones pudieran ver la luz. La joven evangelista para escribir su Apocalipsis, también se haría pasar pasar por Juan Betsaida.

Recuerdo la primera vez que oí la palabra doctrina. Yo era apenas un niño de cinco años. Y todos los sábados catequizados éramos por los doctores de la Ley en el Catecismo. En aquellos tiempos de hambre e indigestión ideológica, a los asistentes se nos galardonaba con un bono con derecho a merienda.

El anfitrión del banquete le pregunta ahora a Yohanan:
Si te dieran, Yohanan, a elegir entre mi carne y mi doctrina, ¿con qué te quedarías?
El poeta, el místico, el visionario de los cuatro Jinetes, como quien escribe con ambas manos, se siente hombre y mujer al mismo tiempo. Y responde al agitador de conciencias, al alborotador político:
En lugar de quedarme con tus pláticas, tu programa, tu ideología, tu sagrado pensamiento, prefiero tu pecho olor a monte y olivo, a vino y trigo, y abrazo tu cuerpo sin resucitar y vivo.
La mujer de Rodín tuvo un final amargo. Murió loca. Juan, el discípulo amado, murió desterrado en Patmos. Yo en cambio quisiera ser afortunado, romper como Moisés las tablas de la ley, honrar a las personas a pesar de su doctrina, y respetarlas por encima de su sexo e ideología.

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