"Él" lee “La montaña del alma” de Gao Xingjian (Premio Nobel de Literatura 2000) con el mismo placer y alivio que siente caer su dulce lenguaje sobre el desabrido páramo de su piel resquebrajada, el sentir reseco de su aridez salitrosa y ácida, su interior desconocido.
Y ese trozo de cielo caído que es su estilo entre social y poético, místico y sedante, reblandece las durezas de su razón enquistada. ¡Siempre la montaña con su valor iniciático, sagrado, de revelación y misterio, seguridad y referencia!
Las nubes, como el aura del mundo, su transpiración proyectada y profunda. El desahogo de su ira, la configuración de sus sueños, la catarsis de su egoísmo, la efimeridad. Las nubes pasan, sólo la montaña permanece. El lector es nube y montaña, proyecto y realidad, utopía y piedra, éter y barro.
"Él" lee, y le da pena seguir leyendo, no vaya a perder lo que la lectura le regala, se le olvide lo sentido, y lo siguiente borre lo anterior, lo conseguido. Pero no. Circular es su contenido. Tan circular que a veces el lector como el autor se siente enajenado, alienado en su sentido más asocial e insolidario. Y entre el “tú” y el “yo”, personajes esenciales de la novela (si así podemos llamar al libro) anda también el autor, confundido, angustiado en busca de Lingshan, la montaña sagrada, su conciencia entre el "tú" y el "yo" dividida, de su unidad separada.
Y es aquí cuando el lector descubre en la literatura su papel eminentemente ontológico, su consustancial función constitutiva, de organización y configuración del individuo.
"Él", hoy, se afana por valorar lo que tiene. No fue antes así. Sólo cuando a Gao Xingjian le diagnosticaron el cáncer de pulmón emprendió este viaje hacia la legendaria montaña de su ser más íntimo, escribir esta obra. De tal manera que biografía y novela, escribir y vivir, son lo mismo. "Él" (el lector) es también como el niño despreocupado de su juguete preferido. Sólo cuando alguien pretende quitárselo, se aferra a él y lo defiende con uñas y dientes. Como si sólo la proximidad de la muerte o el sentimiento de pérdida estimulara su sentido trascendente, o lo que es lo mismo, las ganas de vivir de manera auténtica, unificada.
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