sábado, 14 de abril de 2012

El gato del Gazpachero



Cortaba las crestas de las cañas del panizo para echárselas a la mula, cuando de pronto apareció el gato. El muy empalagoso no paraba de cabecear sobre el calzón de mis pantalones.

Por la zona donde vivo resurgen de vez en cuando inesperados chaparrones que inundan y desbordan el río.

Hacía ya más de tres meses de lo de la muerte del Gazpachero. Una tromba de agua le sobrecogió al cruzar el puente. Fue lanzado como un rastrojo contra el muro de la fábrica de la luz.

Un día después del siniestro, el gato guió a los ojeadores, setenta metros más abajo, hasta el mismo recodo, donde el cuerpo de su amo se encontraba sin vida, enredado como un trapo en un ovillo de malezas doloridas.

De no haber sido porque el Gazpachero estaba muerto, aquellas zalamerías del gato, no me habrían conmovido. Pero su insistencia en relamer tan melosamente mis pies cansados, me hizo pensar que el gato quería rememorar la protección de su antiguo dueño. Y por no desairar al muerto, me dejé hacer. Me agaché y le pasé varias veces la mano por su lomo repantigado y agradecido. Por un momento fui su Gazpachero para el felino.

Lo que nunca imaginé, es que esta confianza demostrada, me iba suponer heredar el gato de mi amigo. Si quieres que un animal abandonado te sea fiel hasta la muerte nada más tienes que acariciarlo.

El Gazpachero... ¿mi amigo? Era mucho más. Era ese cesto de manzanas y membrillos con el que asiduamente me obsequiaba cada vez que venía a verme. El me enseñó a injertar el almendro borde, este que hoy echa esas marconas que tan bien saben horneadas con un poco de sal y pimienta. Recuerdo que, un día en que iba yo a levantar el portillo para regar las tomateras, lo vi trasteando debajo de un ciruelo. ¿Qué haces? -le pregunté. Llevaba en sus manos una merla todavía sin plumas. El calor..., que la ha tirado del nido, y voy a ver si la reanimo. El Gazpachero podía hacer brotar melocotones del pie de un albaricoquero, rescatar una estrella atrapada en la buganvilla de su vallado, darle alas a los caracoles del romero, resucitar a un compañero entristecido, encender de azul el verano; en cambio, él, que era un dios para los otros, no pudo salvar su vida.

Yo nunca me habría creído eso, de que los gatos son como los espíritus de las personas fallecidas, que te siguen para transmitirte algún presagio. Pero sería insensato no admitir que cada vez que acariciaba el gato sentía como la misteriosa presencia de mi amigo muy cerca.

Sobre todo esa mañana. Vi que el gato no paraba de pasarse una de sus patas por detrás de una de sus orejas. Salí a estampidas de mi cabaña. Crucé el río y me encaré a lo más alto de la loma. Por pelos pude salvarme de la avenida.

Y desde aquí le doy las gracias al Gazpachero, o a su gato, que para mi es lo mismo, por haberme revelado en aquel momento difícil el truco de que, cuando un gato se rasca la oreja, hay que salir pitando, si no quieres que te coja la tormenta.

2 comentarios:

  1. Un relato muy tierno y muy bien contado, no sabía eso de cuando el gato se rasca la oreja hay que salir pitando...

    Qué buena pinta tiene ese panizo..¡Buena cosecha!

    Besicos

    ResponderEliminar
  2. Gracias, Pedro por regalarnos gatos y gazpacheros. Les vigilaré cuidadosamente las orejas a los mios cuando haya nublos.

    ResponderEliminar