viernes, 6 de abril de 2012

El vellocino de oro



Yo no sé si Jasón sería capaz de matar al dragón, si logró vencer a la serpiente que al pie del árbol a todas horas vigilaba el vellocino de oro. Tampoco sé si este intrépido argonauta pudo hacerse con la piel de dicho carnero, requisito para salvar a Frixo y Hele de la muerte de unos celos matricidas. Como tampoco sé muy bien que significa eso del misterio de la Redención, o que es preciso que un inocente muera en una cruz para salvar al mundo.

Pero si sé que este mito, como tantos otros que la tradición diseñó con encajes de bolillos para sobrevivir a duras penas, quiere explicarnos, sin lograrlo, lo que no tiene explicación.

El simbolismo de estos días de semana santa, otro mito en procesión, que desde el Gólgota de los judíos hasta el Infierno de Dante, pasando por esta crisis de carbones encendidos de dolor, espinas y azotes de pasión, también quiere, sin lograrlo, darnos a entender lo inteligible. Y la tierra tembló y las rocas se partieron. Y los oídos de las calles, tímpanos rotos por las prietas y destempladas saetas de un pueblo a los pies de las carrozas o en las playas del engaño y la evasión, y la canción bullanguera de banqueros desalmados por los tablaos de Wall Street.

Desde don Quijote (lea estos libros vuestra mercé y verá como le destierran la melancolía) (1) hasta Pavese, (verrà il giorno che il giovane dio sarà un uomo) (2), la Poesía y la Literatura al tanto siempre estuvieron de querer formular también en vano nuestras vidas. Un relato siempre en boca y repetido y nunca por ello dado por concluido. Y en cuanto a la relación y la frontera entre tradición, fe y cultura, leyenda, historia y realidad linguística, más de lo mismo.

Y es que los mitos en la medida que son inútiles, son igualmente imprescindibles.

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