lunes, 2 de abril de 2012

El que pan manosea, pan no desea



“Era lo desconocido lo que constituía el fondo de mi amor.”
(Marcel Proust)


Estoy casada. “Chateo” interminables amores con un señor a quien no conozco de nada. Durante largas horas, engolondrinada me quedo hasta el alba delante de un ordenador cascado. Lucas, mi pobre marido, hasta el gorro está de mi. Montado sobre los propios cuernos de su celo ensortijado, no para de sermonearme desde la cama: “¡Nena, que lo nuestro se apaga!”.

Hace treinta y dos años heredé de mi madre, una convulsa lectora de Proust, el evocativo nombre de Albertina. Trabajo de cocinera en un lujoso hotel de la costa. Todas las mañanas llego con las sábanas pegadas. La gobernanta bien claro me lo dice, “¡Albertina, te juegas el puesto!”

Seis meses que los bellos mensajes de un hombre imaginario, cuyo nombre ignoro, alimentan este alocado idilio que como arrolladora esencia me embriagan noche y día. Secuestrada estoy en sus versos, abducida por sus metáforas, embelesada del profundo misterio de sus palabras. ¡Internet, este artificioso duende, vibrador mecánico, transportador fantástico, espejo de mis deseos, rienda suelta de mis bajos instintos!. Bueno, de bajos, sólo su nombre y lugar. Por muy encumbrado, noble y sagrado siempre tuve yo lo que me pidió el cuerpo. Apetitos del alma, los llamaría más bien, de tan fuerte y dentro que los siento y saboreo. Pero esto no puede seguir así. Nada me duele más que este dulce amor del que soy su prisionera.

Desde el día en que descubrí que tras el alma de Lucas sólo se escondía una vulgar raja que partía su culo en dos, se apagaron mis fervores conyugales. Reconozco que necesito ayuda. Mi familia y mi trabajo están en juego. La Gobernanta del hotel me recomienda que vaya a ver a un tal Esteban Díaz, un famoso especialista en psicopatología clínica.

El doctor Esteban Díaz hunde ahora con fuerza su cálido dedo en mi frente. Me habla de las potencias superiores. Su freudiano índice erguido horada la planicie de mi testera. Mi desconocido y virtual amante desde más allá de las inmensidades oscuras del espacio internáutico merodea por las meninges de mi ardoroso encéfalo, y cálidos vapores ponen en marcha la máquina de mi barco a toda vela. El doctor Esteban me dice:
El sexo, señora Albertina, está en su cabeza. La tensión ofimático-amorosa que usted padece se debe al calentamiento de una parte de su cerebro más profundo. El sexo se aviva cuando la imaginación aumenta. Y la imaginación se dispara con la distancia. El amor es una idea descarnada, inmaterial, sublime, pero atiborrada de recursos concretos muy eróticos. Y la tecnología, por supuesto, los conoce.
Confieso, doctor, -le repito a don Esteban Díaz con todo mi arrepentimiento en jaque- que soy una mujer perdidamente enamorada de un fantasma. La realidad archisabida de mi marido ya no me pone. En la oscuridad más resplandeciente, sobre el plasma fluorescente de la pantalla del ordenador hago el amor con mi amigo el internauta. Cuanto más indefinida es la ignorancia en la que vierto mi fantasía, mejor entallo mi ardiente concupiscencia frente a la carne invisible de ese cuerpo lejano, y a la vez íntimo, polivalente, jinete etéreo, lleno de sombras y figuraciones, pero por supuesto más vívido y ardoroso que el cuerpo manoseado de mi repetido Lucas. Cierro puertas y persianas. Me caso con el faro de sus ojos apagados, y con la luz de mi fantasía encendida me sumerjo en las aguas vivas del más dulce sueño de amor. Estoy rabiosamente “enredada” de esta persona sin nombre, y sobre la inhóspita y virginal arena de su carne inmaculada escribo lo que a mi me da la gana.
Noto como don Esteban escoge sus mejores palabras para decirme:
Si mil veces se casara, señora Albertina, dos mil volvería a separarse.
Y al ver mi entrecejo arrugado, añade presto, tratando de sacarme de la confusión en la que me ha metido a propósito:
Genéticamente el sistema hormonal responsable de nuestra atracción sexual está programado para que permanezcamos no más de seis años con la misma pareja. Transcurrido ese tiempo nuestros cromosomas, si quieren continuar frescos y con la calidad que precisan para sobrevivir, necesitan de un nuevo intercambio programático. Nuestro organismo subsiste precisamente gracias a su capacidad de remontar la monotonía, la repetición esclerótica. Y así, decimos que un niño alcanzó su madurez, cuando supo desprenderse del soldadito con el que jugó durante toda su infancia.
Según ese principio, - le apunto modesta al doctor -, la humanidad entera andaría descosida por tanto marital trasiego.
No necesariamente. Y le pongo un ejemplo, señora. Yo personalmente ando casado con la misma mujer más de quince años. Quede claro que no soy la excepción. ¿Y qué es lo que hago? Muy sencillo. Tanto mi esposa como yo nos transmutamos. Cada nuevo sexenio retoñamos, nos empleamos en descubrir y revelar aquellas partes de nuestra anatomía, de nuestra alma oscura, no satisfechas. Créame, señora Albertina, el fondo humano es infinito. No nos queda otro remedio: renacer o morir, o lo que es lo mismo, mirar lo que no vemos, o no ver lo que miramos.
Salgo de la consulta. La tarde es la misma de siempre. Llego a casa. Los consejos del doctor se quedan en el aparcamiento. De nuevo convertida en amante virtual. Psicópata empedernida. Compulsiva en trance delante del despelotado teclado. Tiene correo nuevo, pestañea una de las ventanas de la pantalla. Lo abro con la ansiedad de una adolescente encandilada. Me quedo petrificada. La foto de mi amor virtual aparece delante de los ojos de mi cara. Y veo al misterioso hombre de mis deseos cibernéticos, copia exacta de mi real marido, su mismo mirar azulado, su digna frente, sus manos de semillas, sus hombros como dos torres inexpugnables al engaño, el calor de su aliento. ¡Se parece tanto a mi Lucas, que no doy crédito!

En cuestión de segundo llego a la conclusión de que la terapia con don Esteban ha funcionado. Desenchufo de un tirón los cables del ordenador. Y feliz como una mariposa sobre la flor de un calabacín me pongo a gritar enamorada:
¡Lucas, mi querido Lucas!, ¿dónde estás?
Sorprendo a mi marido sentado en su sillón. Precisamente leyendo La Fugitiva. Lo abrazo con todas mis ganas. Descorro cortinas, enciendo todas las luces de la casa, y a pleno sol del día hacemos el amor como nunca, allí mismo, con los ojos bien abiertos, en la alfombra del salón, desparramados como la espuma de una misma ola. La novela ha quedado también tirada en el suelo. Y tras el sopor del arrebato orgásmico noto como Lucas coge el libro y con voz complacida me lee aquello de Proust:
Lo que sostiene el edificio de nuestro mundo sensitivo
es siempre una invisible creencia, y cuando ésta falla,
el edificio se tambalea.

4 comentarios:

  1. ¡Me ha encantado... enhorabuena! Seguiré pasando por aquí, con su permiso.

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  2. Me ha encantado ¡es tan real...! Gracias, Juan

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  3. recien levantada, y con el primer café en la mesa, me ha acompañado esta lectura tan agradable....... gracias por hacer de este café madrugador el impulso para pasar este domingo de octubre.

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  4. Genial Juan, el otro dia precisamente hablaba precisamente de esto. Tus palabras lo resumen muy bien. Un abrazo. Catiana

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