lunes, 26 de marzo de 2012

El Corcho y la Golondrina



En este lunes sosegado la tarde no esconde en su cálido seno ningún estallido que haga huir despavorida a la golondrina.

El hombre sentado en el corral de la casa apenas se diferencia de la vieja orza de los geranios sobre la que apoya cargada su espalda. Las mariposas de las flores revolotean suaves sobre sus hombros cansados. Ensimismado saborea la tarde con las caladas a un cigarro. Hierba seca y picada. Costumbre de un lujo que se regala cada día al salir de la mina. El hombre nunca se ha preocupado del sentir de los pájaros; pero el vuelo nervioso, intranquilo, huidizo, y hasta casi culpable, de una golondrina a pocos metros de sus ojos, le hace preguntarse por qué aquel pájaro vuela deprimido rastreando el suelo, a destiempo y de manera tan alocada. El rápido y desconcertado ir y venir de la golondrina multiplica por mil su sombra sobre la tapia triste del corral.

El hombre escupe su colilla y con el pie la restriega sobre la tierra cenicienta. Cada vez que hace este gesto se siente aliviado. Una mujer enferma y su hija soltera y embarazada son un vagón más para acarrear, a parte de perforar los tres metros casi diario de carbón mineral.

La golondrina sigue aturdida dando palos de ciego sobre la alambrada del gallinero. Y al hombre ahora -no sabe por qué- le viene al recuerdo aquella otra tarde del 72 cuando la primavera alimentaba el resurgir de una rosa. Quinientos trabajadores habían tomado al anochecer la CNS, el sindicato fascista. Tan sólo nueve horas duró la ocupación. Ya muy entrada la madrugada un escuadrón atrincherado de la policía nacional irrumpió en el salón de actos donde los obreros constituidos en asamblea permanente resistían. Entre pelotas de goma, tiros al aire y botes de humo, todo el mundo en menos de un santiamén se echó a la calle.

El hombre recuerda ahora su imposible huida. Golondrina también perdida. Culpable de su propia inocencia corría por los pasillos junto con otro compañero sin dar con la puerta de salida. Aún recuerda como le llamaban a su amigo: el corcho. Un guardia se abalanzó sobre ellos. Y el hombre, por aquel entonces ya joven barrenero, quedó completamente magullado. Aquella noche la pasó en comisaría. El Corcho en cambio, logró volar más alto. Supo rentabilizar su escapada y también su apodo. Se mantuvo siempre sobre la superficie de todo líquido político por muy revuelto y racheado que viniera. Instaurada la democracia, lo nombraron presidente de cualquier cosa del gobierno. Cargo que en la actualidad, después de tantos años, todavía ostenta con la misma versatilidad de siempre.

Enredado en sus pensamientos el hombre ve ahora que la golondrina se ha quedado atrapada en la buganvilla que hiende con sus espinas el alero del tejado. Mira hacia el cielo, y allá en lo alto ve el peregrinar de un rebaño de triunfantes golondrinas. Vuelan muy lejos. “Imposible –dice el hombre- que esta pobre golondrina desorientada y herida pueda alcanzar al resto de sus compañeras”. Y el hombre ve en sus manos mineras que la golondrina se apaga. El hombre no sabe que hacer con ella. Los pájaros cantan, son alegres por naturaleza, pero el hombre esta tarde ve llorar a una golondrina enredada en su propio vuelo.

1 comentario:

  1. Y cuántas golondrinas se nos mueren a diario, porque la ilusión se ha desplomado ante este panorama tan sombrío que tenemos.
    Abrazos, querido Juan.

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