El se creía que los sentimientos iban por ahí volando, sueltos en el aire, sin sujetarse a nada. ¡Y no! La risa y el llanto, como la flor y el romero requieren de la metrópolis, de la tierra para vestirse de azul y de blanco. Las emociones, como los árboles de la calle, necesitan un suelo donde agarrarse, y un escenario donde mostrar su faz o su máscara, según se tercie, a los viandantes.
Y así la ciudad, aquella ciudad, fue el lugar en el que sus huesos disfrutaron tanto. Urbano-Topología sensitiva.
A partir de entonces, y ya antes de haber estado allí, ciudad y placer, lo mismo que belleza, libertad y sueño, fueron para él sinónimos. Llamó ciudad al pan, a las fiestas, a los amigos, a las mujeres, al trabajo. Incluso no viviendo en la ciudad, siempre la ciudad fue su imán, su vino, la rosa de los vientos. Cosificación del goce. Civilización de los sentidos. Industria de los sentimientos. Pudo haber vivido en Viena, en Praga o en San Petesburgo, pero no en ninguna ciudad. Al igual que necesitaba los labios para besar, necesitaba la ciudad para sentir. Todos somos de un pueblo, incluso los apátridas, (que no podrían serlo, si a su ciudad no pudieran nombrar), aunque sólo fuese para renegar de ella.
El cuerpo entero es sentimiento. Era su rostro el que estaba contento; los pies, alegres; atentos y dichosos, sus ojos. Nada que no fuera su carne, la geografía de su piel, podía sentir dicha o quebranto. Por eso su base corpórea necesitaba de un contexto político, un polígono residencial donde derramar el jugo de sus pasiones. El aleteo de su nariz, el vibrar de su reír, la compulsión de su pena precisaba de un hábitat donde escanciar la uva de sus días y poner a remojo la dureza de su calcañar.
Todos los barrios, todas las plazas y calles del mundo por las que a lo largo de su vida transitó, fueron su calle y su pueblo. Y allí donde quiera que iba, cualquier zona que visitaba, cualquier sitio donde se quedaba, allí siempre su ciudad y su niño, muy pegados a él, siempre viajaron. Tan juntos, que llegó a confundir cualquier niño, cualquier pueblo con el suyo.
Un día el hombre llegó al ultimo pueblo del globo, cargado como siempre con su niño y la ciudad. Y a las afueras, un río y un balandro le esperaban para llegar a la otra orilla. Y le dijo el barquero:
¡Deje usted, viajero, esos fardos sobre la piedra!
Y el hombre, mi padre, se desprendió de su niño, me soltó la mano, se despidió de su calle. Y antes de subirse al esquife, cual otro Kavafis en lo alto del promontorio, me dijo:
Ten, hijo, siempre a Itaca en tu mente.
Llegar allí es nuestro destino.
Pues ¡me ha encantado!
ResponderEliminarÍtaca es uno de mis motivos de inspiración. Tengo publicado un relato que se titula "Todas mis mujeres se llaman Ítaca", en una Antología titulada IMPULSOS (ECU 2011), aí es que me he sentido muy interesada por tu relato-lírico-filosófico, como todos los tuyos.
Un abrazo