Desde lo alto de un octavo piso, el día se asoma a una gran avenida de apacibles silfos que fluyen desde la Cresta del Gallo hasta desembocar en el río Segura. El aire limpio que viene de las tierras del sur se cuela por el balcón. Lleva el aire en sus alforjas abrazos de Lo Campano, luces de las Seiscientas, brisas del Portús y de Canteras, suspiros de Villalba, puños solidarios del Valle de Escombreras. Al llegar a la terraza el aire que viene del mar deja caer de sus brazos un manojo de flores sobre las macetas donde mi amigo cultiva sueños, amores y hierba buena.
El aire lleva prendido sobre su frente una cinta de siemprevivas y en sus bolsillos costales repletos de música callada. El salón principal de la casa es amplio y luminoso. El aire convertido ahora en palabra penetra en la estancia, se recrea por toda la estantería gozosa de libros. Es muy temprano. El cáncer lo está matando. Pregunta si falta mucho para el amanecer. Desde hace unos días ya no puede con su cuerpo, a pedazos se le cae el alma de sus manos. Pero su cabeza está despierta, piensa que otro mundo es posible y espera ver despuntar por la ventana la aurora, quiere ver llegar el día y, aún sin poder, se levanta de la cama. El aire se transforma en aliento, ensancha sus pulmones; y con dulce quietud el alba se desparrama por su atenta mirada.
El sol acaba de salir. Su luz enciende de colores El Cántico de las Criaturas, una de sus últimas obras. De los ojos de sus pinceles nacen la noche, las estrellas, la luna, el viento, las nubes, el cielo, la tierra, flores, hierbas, los frutos, la vida, tal cual Francisco de Asís con acertado arte le inspirara. La flauta de madera con la que amaina sinsabores y quebrantos desde el jarrón, donde silente aguarda, entona romanzas de subido y enamorado acento. El fresco de la mañana, la ducha de agua fría, el café con unas gotas de anís, las tostadas de pan y aceite restregadas con ajo y el zumo de melocotón parecen revivir su ánimo. Las migajas del pan luego las pondrá en la repisa de la ventana donde los pájaros alimentarán su vuelo. Saborear, luchar, compartir, oler, ver, comer y soñar, para él son palabras todas que vienen de la misma raíz, el amor. Y sobre la misma mesa del desayuno, sentado sobre su silla de ruedas celebra su eucaristía, el propio sacrificio de su vida. Escucha a San Juan de la Cruz:
¿Adónde te escondiste / amado, y me dejaste con gemido? / Como el ciervo huiste, / habiéndome herido; / salí tras ti, clamando, y eras ido.Permanece en doloroso silencio, no se quiere morir, no quiere dejar de contemplar el placentero nadar de los patos en el estanque que hay junto a su casa. La flor de la manzanilla amarillea en el rincón de la azotea, los brotes de los chopos de la calle estiran su despuntar plateado por encima de tejados y ventanas. Las clavellinas que él mismo replantó hace tan sólo unos días han agarrado. La primavera está al llegar y él quiere ver el rojo de sus corazones latir en libertad, el amarillo de sus corolas brillar de gozo, quiere ver el azul de la vida, el verde de los sueños, un arco iris resplandeciente para todos. Se siente cansado, pero no renuncia a vivir. Nunca creyó en la muerte. Le hace frente a su agonía, a la dictadura, con la cárcel si es preciso, con sus pinturas, su protesta, con el reto de sus escritos, la utopía de su cielo aquí en la tierra, con el amor de sus hijos, su mujer, las pancartas de sus reivindicaciones, su compromiso con los pobres.
Que no me quiero morir, que quiero vivir la eternidad de este instante, agua de una zaranda que se me escapa entre mis dedos.Gime de dolor, y no es el desgarre de su hígado malherido el que le hace llorar ahora; es el miedo a lo desconocido, la pérdida de lo que deja: la huerta de su niñez, sus hijos, su mujer del alma, el azahar de los limoneros, el abrazo de sus hermanos, sus amigos, el vía pacis, su placer del agua, la transparencia del alba....
Luego de gritar su “eloi, eloi”, más calmado, coge su cuaderno. Los colores de sus ilusiones siempre los tiene al alcance. Y pinta dos manos completamente abiertas y en el lecho de su cuenco se pinta a sí mismo abandonado sobre un inmenso mar azul. Él dice que estas manos son de Dios y que falta ya muy poco para que las semillas de su cuerpo macerado caigan sobre las aguas vivas del océano. Su dolor es muy grande y susurra:
¡Señor, no tardes!Las lágrimas vuelven a caer de sus ojos al mar, se confunden con el agua, pero en su interior llevan fuerza sobrada como para seguir moviendo el mundo.
Haría un poema largo con este "me voy, pero me quedo".
ResponderEliminarUn placer, Blao, en este larga travesía del duro invierno, pasearse por esta rica huerta, para alegrarse los ojos y el espíritu. De expresión poética andas sobrado, Juan.
Y un muy fuerte abrazo