Al ver las yemas de mis manos tiritar como tenues briznas de un sembrado, me dices:
Tienes el alma en la punta de los dedos.
Luego, como quien ayuda a un niño a cruzar la carretera, aprietas fuerte mi brazo dándome ánimos. Un señor trajeado y un muchacho de barba y bigote escaso entran en la sala con un trípode y una cámara al hombro. De nuevo pones la palma de tu mano amiga sobre mi espalda asustadiza, y susurras:
¡Vamos, son los de la Prensa.
Y me viene ahora a la memoria aquel político tartamudo. No pude aguantar el mitin. Y no por desprecio a la alternativa que representaba, (al parecer prometía), sino por su rocambolesco esfuerzo en hacerme llegar sus palabras a medio, maltrechas. Su verbo a trompicones arañaba la piel de mis sentidos. Abandoné el auditorio.
Y no es que yo me atranque al hablar, pero en ambientes solemnes como el de hoy noto que mis labios tiemblan, tiembla mi voz, ventean los folios que leo, y se estremece hasta el espinazo mi cuerpo entero. Siento miedo, sudo y aborrezco todo lo que a mi alrededor se mueve: la gente, los micros, las luces, el conserje, la directiva. ¡Con lo bien que podría estar yo ahora en la huerta a solas, viendo como esta mañana el viento cimbrea los cipreses sobre los azules y blancos del cielo!
La expectación, la presidencia, el público me imponen, me amedrantan. Los de la Junta creyeron que yo sería quien mejor presentaría nuestra asociación a los medios de comunicación. Sería mi vanidad quien les dijo: de acuerdo, vale, yo mismo. Pero ahora no soy mi orgullo. Soy un manojo descabritado de nervios. Mi amigo Eusebio sabe de mi dificultad y resistencia, por eso con más ahínco y persuasión, con sus dos manos sobre mis caderas, me fuerza a que me levante y venza de una vez los tres escalones que me separan del estrado. Y al igual que aquella vez en el auditorio sentí lástima por aquel orador tartajoso, en estos momentos me siento ridículo, me compadezco de mi mismo.
¿Es más difícil hablar que escribir? No lo sé. Tal vez escribir sea menos arriesgado. El hablar es como más excéntrico. Hablamos más bien de oído. A las palabras no les da tiempo pasar por el corazón y la cabeza. En el hablar no hay marcha atrás, el eco de las palabras es irreversible. Lo dicho queda dicho. Corregir es casi imposible. Se precisa como más valor. La escritura, tal vez sea más cobarde. El escritor se cubre con sus escritos. Su camino es dúctil, sin forcejeo, le lleva del exterior hacia dentro. La escritura abisma, sumerge al autor en las entrañas del mundo, los hechos, las personas. Y una vez dentro de ese laberinto interior de contrastes, dudas y pareceres le es permitido tachar, retroceder, eliminar todo aquello que precise. La escritura hace sabio a quien la practica.
Y le digo a Eusebio:
No puedo, ¡mejor sal tú! Prefiero el freno sosegado y consciente de la escritura a sabiendas, que pasar este mal trago de hablar en público.
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