¡Ay, chavalote, si yo te contara: toda una odisea! -me dijo Félix el madero.
De don José Cortés yo apenas sabía nada. Lo poco que hoy conozco de sus andanzas lo sé por Félix, el funcionario del pabellón 3, donde ahora paso mis días a la sombra. Con lo que este baranda me cuenta bastaría para llenar los toneles de tinta de los archivos de la Dirección General de Seguridad. Y lo que son las cosas: de este tío de guante blanco, allí, ni un papel, ni rastro. Y mi menda: entre barrotes empapelado hasta las cejas.
La vida de don José, como la tuya y la mía, como la de cualquiera de los que nos pudrimos aquí, tiene la virtud y la enjundia de poder erigirse en leyenda. Con sólo una diferencia: mientras nuestra existencia no se concretará en nada, ni siquiera en memoria de trullo, la de don José se convertirá en historia para la ciudadanía. El día de mañana nuestros tataranietos podrán ver en la sala de Juntas del Banco su cara enjuta en óleo pintada, su ceño astuto, su nariz de águila, su prócer papada de berenjena estriada, su cabeza de alcancía junto a los cuadros de los demás presidentes que regirán las finanzas del País de Las Zacatolias.
Don José Cortés apenas me miró a los ojos durante los años que fuimos por casualidad vecinos, allá en el pueblo. Su rostro siempre fue esquivo; no sólo conmigo, sino hasta con el lucero del alba. Tan sólo se entretenía con quien podía sacarle las entrañas. La opacidad de sus sentimientos, su reserva, rallaba en el misterio. Las razones mudas de sus actos olían siempre a reivindicación y reyerta, instrumentalización y revancha. Sus maquinaciones derrotaban siempre al adversario. Sus competidores, descolocados y confundidos, no sabían con que armas rebatir al futuro banquero.
Don José fue un murciélago de la economía. Se inició con el estraperlo de tabacos. Luego vendrían los préstamos de la administración central sin interés alguno, evasiones, venta de armas, blanqueos, fugas de capital y falsos avales firmados en la noche confidencial de las finanzas globalizadas y oscuras. Don José, con tan sólo treinta años, llegaría a ser el primer Presidente del Banco de Las Zacatolias.
Y esa oscuridad no desvelada (la que me subyugaba cada vez que con él me cruzaba), fue precisamente la que me metió en la trena.
No entendí aquel verso de Cavafis llevarás por doquier a cuesta tu ciudad, hasta que tras varios años sin saber nada don José Cortés, a dos mil kilómetros de distancia de nuestro pueblo, me lo encontré en la cafetería del aeropuerto de Tocumen.
Siempre tuve por norma no intimar mucho con quienes al hablar no te miran directamente a los ojos. Repito, esta extrañeza y esquivez de algunos, en vez de espantarme, siempre me atrajo. Y esa mañana yo sí estuve allí, en el lugar equivocado. Y me detuve con don José Cortés el tiempo justo para caer atrapado como una rata en el cebo de sus manos viscosas.
Con el frío que corre, un poco desarropado te veo. Ponte este abrigo. Luego allí en Las Zacatolias, me lo devuelves.Y cogí rápido el vuelo que me llevaría hasta la cárcel. ¿Mi delito? Aceptar un gabán confeccionado con coca diluida.
Luego en la comisaría, cuando el inspector introdujo el abrigo en un barreño de agua y vi los cuatro kilos de droga emanar de la pana como albinos termes cremosos, comprendí mi arresto.
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