Entonces yo sólo era un crío a quien los curas decían que si quería vivir más que los demás niños, debía ser confiado y piadoso. Por eso no entendí muy bien cuando me advertiste que llevara cuidado con el significado de tus palabras. Hoy he sabido por un reciente estudio que los creyentes son más longevos que los ateos.
Y es que antes, me aferraba de tal manera al sentido unívoco de lo que me decías, que viví sometido a tus dictados como gustoso esclavo a las indicaciones arbitrarias de su señor. Y como me habías dicho, fui inocente y crédulo. Era más bonita la mentira de un Dios verdadero que la verdad respondona y ácrata de un mundo sin amo. Y confundí religiosidad con la resurrección de la carne y la vida ultraterrena. Entonces tú no tenías vuelta de hoja. Eras lo que eras. Y el resto: todos éramos militantes de un mismo partido. Y el pan: pan; y el vino: vino.
Y recuerdo feliz y seguro aquel tiempo de verdades escondidas. Las cosas no podían ser de otra manera. Sabía a que atenerme. Las dudas razonables no ensombrecían los múltiples espejos, ni las aceras caprichosas de mis días infinitos. Y en ese absoluto e inmutable ser de la naturaleza entera, yo me sentía eterno; eterno era el azul del zócalo de mi casa, caliente y eterno el tazón de sopas con leche de la mañana, eternas y diáfanas las campanadas del reloj de la torre de mi pueblo, eterno el amigo de clase, eterna tu sonrisa y la verdad de tu palabra ausente de polisemias absurdas. Y frío el invierno; no como hoy, a veinte grados de un martes de enero en el que los políticos de una legislatura y otra hablan de lo mismo con otras palabras. Todo es igual y nada es lo mismo en el galimatías responsable de tu verdad comprometida y adulta, inteligente y abierta. Pero yo vivía engañado.
Ya luego, con los años, voy sabiendo del doble sentido, el sentido acertado de tu palabra extendida, de tus reglones torcidos. Por eso cuando me recordaste que no me dejara embaucar, que no me tomara al pie de la letra tus palabras por el peligro que podían acarrearme, no me extrañó. Y muy pronto llegué a darme cuenta de tu polisemia insondable e innata; por eso cuando me dijiste río, yo no me reí de nada; al contrario, más allá de tu nombre y forma, vi todo un caudal lleno de lágrimas y risas correr por la calle de san Francisco hacia abajo.
"eterno era el azul del zócalo de mi casa, caliente y eterno el tazón de sopas con leche de la mañana, eternas y diáfanas las campanadas del reloj de la torre de mi pueblo, eterno el amigo de clase, eterna tu sonrisa y la verdad de tu palabra ausente de polisemias absurdas"
ResponderEliminarNo se te tuercen los renglones, querido amigo, qué bien escribes...
Besicos