La culpa la tuvo aquella luna empotrada en la portería de la casa de Cristina. Allí estaba el espejo rectangular y cristalino con sus manos abiertas en la pared, enclavado como un cristo mítico frente a las puertas del ascensor de la gloria. Yo sin darme cuenta, en lugar de entrar al ascensor, traspasé confundido su virtual abertura reflejada en la luna, un iluminado plano de blancura intensa parecido a esa puerta de cuarterones del cuadro de las Meninas en cuyo translúcido vano encontramos a un caballero de capa negra.
Ella me había llamado por teléfono dos horas antes pidiendo ayuda. Le dije que no tardaría. Un ataque de ansiedad y las dudas por separarse de su marido reclamaban mi presencia. Y camino de su casa maquinaba mi estrategia, diré mas bien, comportamiento.
Que se desahogue, la escucharé, seré su colchón, amortiguaré el golpe de su bajón amoroso. No es necesario hacer el amor con una mujer para librarla de su pena. Bastará charlar un rato con ella.Aunque sinceramente, como sé que nadie va a leer este relato, no tengo reparos en confesar que, si por casualidad se daba la ocasión de acostarme con Cristina para que sus nervios se calmaran, pues santas pascuas, que a nadie le amarga un dulce.
Cristina vivía en el primero derecha. La ventana del salón daba a una plaza amplia y soleada, resguardada al tráfico y lejos del tumulto de los transeúntes de una ciudad rampante y peregrina. Yo ya había estado antes en su casa en un par de ocasiones: aquella vez que la operaron del menisco, y otra con motivo de su cumpleaños en la que nos invitó a un trozo de tarta a unos cuantos compañeros del trabajo.
Pero al llegar a la portería, aquel maldito espejo me deslumbró de manera que fui engullido por su resplandor como una inocente palomilla. Yo no sé a donde el caballero del cuadro de Velázquez llegaría, tras subir o bajar aquellas escaleras del fondo del lienzo, tras ser pintado por el artista. Lo que sí sé es donde yo vine a caer, tras atravesar equivocado aquel espejo del recibidor de la casa de Cristina. Absorbido materialmente por la atracción centrípeta de la luna de cristal, me vi de pronto tendido en un cuarto oscuro de paredes de estaño. Y fue tan fuerte y veloz mi especular caída que escuché como el estruendo de un avión al chocar contra la barrera del sonido: una sarta de mandobles sobre mi cuerpo magullado en el suelo de un sueño de quimeras hecho añicos. Y delante de mí: la furia desencadenada de un hombre disfrazado de espejo, encabritado y celoso, el marido de Cristina, o al mismísimo mayordomo del palacio don José Nieto Velázquez, que no paraban de apalearme con sus palabras de plasma y espuma en medio de un puñado de cristales rotos.
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