La lectura, como El Dorado, es el lugar mítico de mis pesquisas. Y como aquellos antiguos exploradores en busca del oro, yo me dirijo al río mágico de las palabras, por ver si encuentro el término apropiado que defina de una vez lo que desde que nací voy buscando, el sagrado talismán que me libre de mi contingencia.
Por eso cuando Javier me invitó a la Tertulia, y me dijo llévate el libro que estés leyendo, pensé que allí se iba hablar de ese deseo infinito de querer hallar a través de la lectura respuesta a los interrogantes clásicos. No lo dudé. Y cual otro Marlow, (el marinero de El corazón de las tinieblas a la caza del marfil), me puse en camino hacia el Casino de Molina.
La Tertulia de los jueves tiene ese viejo sabor entre ilustrado y liberal de los ateneos de antaño. Y en los contertulios yo noto ese aire, entre desinteresado y afanado de quienes tienen la mente abierta, el oído atento y la modesta actitud de querer enriquecerse con el saber del otro.
La conversación, fluye como el agua, libre y caprichosa, afortunada o con desatino, según sea el tiempo, el cauce o los ánimos de los participantes. Y lo que pareciera ser banal por celebrarse en el Casino, sociedad eminentemente recreativa, se convierte a veces en esencial. Que el hábito no hace al monje, como tampoco las verdades son credos o mentiras, ya se digan en el púlpito o en un lupanar.
El sabueso de los Baskerville de Conan Doyle era el libro que en ese momento yo tenía a medio leer. Y con Sherlock Holmes como compañero me presenté en la Tertulia.
La reunión ya había empezado. Tiempo y eternidad de A. K. Coomaraswamy era el libro que estaban comentando. Y en las caras de los presentes vi, en unos escepticismo, y en otros, credulidad. El tema por su complejidad y abstracción daba para eso y mucho más. Si el tiempo y la eternidad son antónimos, y la vida es tiempo, ¿qué será entonces la eternidad? ¿Cabe la eternidad en el instante? ¿Es la eternidad una especulación, y el tiempo la única realidad perceptible para nosotros?
Yo puse cara de no querer saber si muerte e inmortalidad eran lo mismo, o si el tiempo era el ladrón de la eternidad, o viceversa. Y me acordé del niño que una vez me dijo casi llorando en la escuela que él no quería ir al cielo como su abuelo que acababa de fallecer. Lo que en realidad quiso decirme el niño es que él no se quería morir.
El debate derivó en la fe, en el deseo generalizado de perpetuarnos en el tiempo. Cada uno de los que estábamos en la Tertulia no nos poníamos de acuerdo en la manera de hincar el diente a ingrediente tan duro a nuestra mollera. Yo viendo nuestra impotencia para resolver tal peliagudo enigma, me acordé del detective que llevaba en el bolsillo, aquel que dijo una vez que no hay nada más engañoso que un hecho obvio. Saqué de mi macuto el libro de Doyle, lo puse en la mesa para que todos lo vieran. Y luego medio en broma y medio en serio pregunté a los contertulios cual el inocente niño de mis años de escuela:
¿Y por qué no contratamos al protagonista de este libro, al héroe Sherlock Holmes que solucionó casos aparentemente imposibles, para resolver este problema de la eternidad y el tiempo?
Querido Juan:
ResponderEliminarCreo que Sherlock Holmes fracasaría a la hora de encontrar la eternidad y situarla en su sitio. La razón la conoces bien: estas, y otras, verdades han sido negadas a los sabios y reveladas a los simples y a los niños.