lunes, 16 de enero de 2012

El enigma de la cadena



Obras de recia hechura salieron de su bravío cincel, de su musculosa martilla, de su imaginación vigorosa. Entre sus más sublimes creaciones aún permanece entre nosotros la cadena que rodea el exterior de la capilla principal de la catedral del País de Las Zacatolias. El cantero a pie de la montaña sagrada esculpió con celestial maestría todos los eslabones del tiempo. El pasado, el hoy y el futuro engarzados fueron de tal manera por el orfebre, que entre ellos no se nota separación ni distancia alguna. El artista pulió con tal perfección las argollas, que nadie hasta hoy ha podido descubrir la unión de sus escopladuras.
Monseñor Petrini, por aquel entonces deán del cabildo, sabía que quien localizara la junta de los eslabones, desvelaría el enigma de la cadena, se apoderaría de las propiedades extraordinarias y milagrosas de la cuarta dimensión, o lo que es lo mismo, se declararía amo y señor de la curvatura infinita del espacio. Sólo el cantero sabía, puesto que él había sido su creador, el enclave orbital donde el principio y el fin se tocan. Y de ser conocida la invisible sutura que une el cielo y la tierra, el punto de encuentro entre el bien y el mal, la frontera o el abrazo que separa el más acá con la ultratumba, se acabaría para siempre la creencia en los dioses y en sus dogmas.
El deán, para que el cantero no revelara a nadie el sagrado engarce, y ninguna otra cadena fuese construida en el mundo, conspiró su muerte. Luego de ser arrollado el artista intencionadamente por una carreta de bueyes comandada por unos arrieros dados a la fuga (según la versión oficial), monseñor Petrini mandó que le vaciaran los ojos, le arrancaran la lengua y le cortaran las manos. Las vísceras y su cuerpo fueron quemadas en cal viva.
Pero el azar ha querido que debajo de unas piedras de las ruinas de un antiguo asentamiento recién descubierto junto al Palacio de San Esteban, yo encuentre ahora aquel boceto de la cadena de aquel cantero. Una palabra oculta leo en cada eslabón dibujado de la cadena. Las ordeno, y atemorizado descubro la clave: “al toque del ángelus la sombra de la espada abrirá la llaga de la cadena”. Y me pongo de inmediato a ejecutar su consigna.
Antes que el sol se ponga subo al alero de la catedral, donde Santiago el de Zebedeo blande su cimitarra contra los sarracenos. Lo desarmo y tiro su espada al Segura. Prefiero vivir sin saber donde el tiempo y la eternidad se besan, que ser cegado por el resplandor de la verdad misteriosa.

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