Y desde la parte alta del castillo contemplo a lo lejos la ciudad con su vega de parcelas descoloridas, una gama de verdes secos festoneada de casas de campo, el mismo pueblo de mis padres muertos.
Camino como cuando era niño, de espaldas, contra el río del viento que corre brusco desde la fuente del parque hasta el Paso de la Bandera. Juego a vencer el aire con mis espaldas de pan con vino y azúcar.
Desde la torre del reloj, el callejón de san Francisco baja hasta el colegio calasancio, y divide el pueblo en dos trincheras. A llegar al Cine Regio tiro a la derecha: la calle de san José.
Mi calle serpentea pegada a un escuadrón de moreras recién plantadas. Aquí en el número 72 estuvo siempre mi casa. Hoy es un solar de resentimientos y especulaciones. Lo que antaño fuera abrigo y tazones de sopas con leche, hoy es un frío descampado al pairo de otras bocas, otros besos, otros amos, los mismos sueños.
El viento huele a pólvora. Invierno crudo entre carámbanos de escarcha. Estamos a tres bajo cero. Y en tan sólo una hora voy desde los años cincuenta del siglo pasado hasta la Avenida de la Feria del dos mil once. Un pueblo irreconocible en su apariencia, aunque la estructura de su rígido trazo, encorsetada por la misma horma de siempre.
Y no sé si quedarme con la Yecla rústica de rostros hoscos, blusas pardas, resentidos lutos, lúgubres borracheras, mendigos, o con la Yecla moderna de los "castillicos", estruendos artificiales provocados por las arcas cerradas, esta maldita crisis que agujerea los bolsillos, y tiñe de negro las tortas de pascua cuando paso por la puerta de La Mallorquina. Nubes espesas de humo escupen los arcabuces del miedo. Nadie sabe donde esconden sus trinos los gorriones. Y los niños se tapan las orejas. Y al ver tanta chulería entre la Soldadesca y la Ofrenda me acuerdo de Nicanor Parra cuando dijo que la mitad del espíritu es materia.
Llego por fin a los jardines del Colegio. Quiero contemplar el rojo transparente de aquellos peces de mis años de infancia, pero de aquellas dos balsas que refrescaban por aquel entonces mis ojos de niño antes de entrar a clase, ya no queda nada.
Hoy las campanas de la Iglesia no suenan jubilosas, que zurren y zumban y se arrastran como si fueran cadenas. Tal vez me equivoque. Ojalá. Y lo que yo diga hoy de mi pueblo, sea más bien fruto de mi malestar y la rabia, al ver mi calle de toda la vida desfigurada, y demolida mi casa.
Que bonica es tu calle y que bien la describes...
ResponderEliminarBesicos.
Es un lujo encontrar tan singulares descripciones de su pueblo. El tiempo lo cambia pero la esencia sigue. Nada está de lo que vimos, pero el rio y el viento que le empuja las espaldas persisten.. Un Abrzo qeuerido amigo de años...Rub
ResponderEliminarMejor conservar los recuerdos de cuando eras niño.
ResponderEliminarUn saludo.
Cualquier perfil urbanístico pasado fue mejor. Yo tiemblo viendo el panorama diario de mi ciudad, Zaragoza: zanjas, obras y mal gusto. Por suerte, mi pueblo se ha salvado del salvajismo.
ResponderEliminarBella y nostálgica descripción.
Azulenca
Gracias por la descripción tan hermosa de un lugar que guardo en mi corazón, ya que me considero yeclana de adopción y corazón. Mis mejores veranos trascurren allí, mis mejores recuerdos estan cerca del Paso de la Bandera y el Castillo. Gracias.
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