Recuerdo cuando me colé en el camarín de la Virgen. Sin que me viera Luquicas, el guardia del Castillo, subí cual gato sigiloso las escaleras sagradas. Me acerqué al majestuoso trono. Ansioso y lleno de misteriosas expectativas le remangué los refajos a la Patrona. Quería tocar los inmaculados tobillos de la Hija de Sión. Y lo que bajo las almidonadas enaguas mis ojos palparon y vieron fue tan sólo un rústico andamiaje de madera. Quedé completamente desilusionado. No podía entender que la tramoya de tres palos superpuestos, tapados con un gran manto azul (eso era todo), suscitara tantas limosnas, exvotos, oraciones, vivas y jaculatorias. ¡Cómo tal tinglado había podido engatusarme tanto! No podía explicarme que el rudimentario tambaliche, unos palitroques cruzados, pudieran enfervorizar a toda una muchedumbre fanatizada. No entendía como un simple armatoste escondido bajo unos metros de tela bordada causara tanto entusiasmo y veneración en gente de amor tan necesitada.
Este frustrado descubrimiento lo mantuve en secreto durante más de un año. Me sentía culpable de haber desvirgado con mi curiosidad e infantil osadía el angelical encanto de la Patrona del pueblo.
Luego más tarde, cuando hice la primera comunión, me confesé de haberle levantado el vestido a la Virgen. El cura, un buen hombre, me dijo que Dios escribía derecho con renglones torcidos. Yo en aquel entonces no me enteré de lo que me dijo. Al contrario, sus palabras me sumieron más aún en mis dudas, o en el misterio, que al fin y al cabo incertidumbre y fe vienen a ser lo mismo. ¡Cómo una talla, un rito, un himno, una bandera, el estruendo de las arcas cerrás de unos arcabuces vomitando pólvora podían aglutinar a tanta gente alrededor de tres palos en cuyo vértice la cara de una joven mujer coronada blandía su belleza inerte a los cuatro vientos!
Ha pasado ya mucho tiempo de aquello. Y hoy, en plenas fiestas de la Virgen, me pregunto de nuevo:
¿Cuándo aprenderemos a vivir sin la tutela de los dioses?O tal vez el rito, la simbología y la parafernalia sean recurrente imprescindible en nuestra estructura sentimental y cognoscitiva. ¿El fetiche como condición y camino hacia la realización más profunda de nuestro deseo?
Tras mucho cavilar acerca de las cuestiones transcendentes, la mente no logra cruzar la línea que separa lo de acá con lo de allá. Creemos aunque no vemos y, cuando crees que vas descubrir algo real y tangible, que Dios venga y te diga:Este soy yo,no se presenta el momento. Y si vas tantear el bello tobillo de la Virgen tan ricamente engalanada, te encuentras con el trozo de palo. No hay más remedio que utilizar lo humano para creer en lo divino. Voluntariamente.
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