miércoles, 14 de diciembre de 2011

Azulada



Desde el Cerro del Castillo la ciudad de Azulada se despliega sábana blanca con su lamparón de aceite, una nube de estaño sobre las estrías de su basílica cabeza. El pueblo, tendido al sol de la tarde, se lame los chorretones metalizados de sangre: espadas viejas y rotas, confrontadas. Que quiere limpiar, alegrar este pueblo los horrores de los frisos de la Iglesia Vieja. El viento al chocar contra las barricadas de la Sierra Salinas llama a retreta a sus habitantes.

Indiferente a epopeyas y contiendas partidarias e intestinas, desde las Cuevas del Poniente el ocaso recoge la parva de la tarde, y se esconde entre las luces tímidas de un martes sonrojado, allá por el Barranco de los Muertos. El rojo cobrizo que desprende el sol cansado, tiñe de topacio y púrpura toda mi cara, las pinturas del Monte Arabí y las dependencias interiores de todo un pueblo que quiere convertir en pan y oro la pólvora y el trabajo.

El tapiz entretejido de los rayos del sol llega hasta las mismas puertas de Azulada, se extiende por la Heycla de nómadas y caldeos, atraviesa la Yakka de escritores y guerreros, se adentra en la Hécula de romanos y griegos, horada la Iegla de castellanos y norteafricanos, se recrea por la Yecal de hebreos y fenicios. Diferentes culturas herácleas afloran y reverberan en este atardecer. Vecinos de La Hoya Hermosa, El Lentiscar, El Pulpillo, La Bronquina, La Decarada, Los Cerrillares, Egelasta entera, todos en procesión se dirigen hacia el antiguo templo del Cerro de los Santos. Y yo descalzo me uno a ellos en sus rogativas: conseguir el milagro de una Azulada mestiza y universal, particular y compleja, fronteriza y hospitalaria.

¡Me apetecía tanto refrescar mis múltiples orígenes en Azulada! Y mis pies al pisar esta tierra de cal y cepas estallan de gozo ante la Dama Oferente de Elo. Y siento en mi carne una a una todas las caricias que se derramaron en este Templo, todos los caldos que saborearon los dioses. Desde el primer beso hasta el último, los besos de todos los enamorados de todas las Azuladas, los siento como si me hubiesen elegido a mí como único amante.

Levanto mis ojos al cielo y su inmensidad me sorprende como si por primera vez lo viera. Y me confundo con su azul hasta no saber si yo mismo soy el firmamento. Azulada sostiene mi cuerpo a esta Dama abrazado. Y noto en mi piel la dulzura, el burbujeo de su latido, el vivo respirar de todos los hombres y mujeres que fueron Azulada.

Y en su amor azul, este momento contiene la rueda de todos los colores, de todas las mujeres.

Si antes, el bajel de mi cuerpo tocaba puerto en alguna mujer, ni en su playa ni en su faro desataba la continencia mi azarosa travesía. De amores fui burlado. Atravesé en balde todos los mares y los montes de Venus.

Y sólo ayer, martes trece, el escalofrío de Azulada, la Azulada griega, la caldea, la Azulada hebrea, la romana, la musulmana, la Azulada chagra, la Azulada de todos, me hizo sentir el placer de ser azul, aire azul y patrimonio de todos.

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