viernes, 16 de diciembre de 2011

El Jardín de las Hespérides





"... pues no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías"

(Don Quijote de la Mancha II, 24)

Se dejó llevar por la lectura como un ciego guiado por su lazarillo. Y pudo ver tanto en el cielo los senos de la luna, como el lago de hielo en el infierno; el llanto dorado de las hojas muertas en otoño, y el espumoso trigo florecido en el invierno. ¡Los libros, siempre esa tierra donde los árboles le dan a uno el fruto deseado en cualquier estación del año!

Y cada vez que sus ojos leían madre, un beso en la frente ahuyentaba de su vientre el miedo. Viajó hasta lo más recóndito del centro de la tierra, y también llevado por Homero y Dostoieski llegó hasta las puertas de su pueblo, y allí en su corazón descubrió las grandezas del alma, los tesoros del reino.

Cuando por última vez fui a verle, se estaba muriendo. La mujer y los hijos, sabedores de su amor por los libros, colocaron su cama de tal manera que el enfermo, desde donde se encontraba, pudiera ver en la estantería a sus autores preferidos, las grandes obras de la literatura.

Me asomé a la estancia. Tenía la cabeza vuelta hacia la pared, rehusando mirar libro alguno. Y me dijo:
Los mismos libros que ayer cautivaron y deleitaron mis oídos, hoy los miro con recelo; y los detesto. ¡Quita esos libros de mi vista ¡que no quiero verlos! Me prometieron llevarme al Jardín de las Hespérides, llenar mis alforjas de manzanas de oro, y ¡mira tú donde me encuentro!, en un túnel ciego. Confié en ellos. Y Atlas ahora, el gigante, me corta el paso al talismán de sus páginas portadoras de ambrosía e inmortalidad. Traidores los libros. Fueron mi dios y mi credo, el alba, la luz del mediodía, el día entero, la noche enamorada. Tal vez hubiese sido mejor no confiar en ellos ¡Ay mierda, cómo siento, oh libros, que estéis muertos!
Y luego vi a la muerte en forma de lengua de fuego entrar en el cuerpo de mi amigo, no por los pies como ella acostumbra, sino por los ojos. El se resistió a cerrarlos. Y para que las bolas de sus ojos no se cayeran al suelo e incendiaran toda la biblioteca, con mi mano apagué sus párpados.

1 comentario:

  1. Juan, aquí me encuentro curioseando tu blog. Me he dado cuenta de que la mitología te gusta tanto como a Rubén, nuestro común amigo. Tu prosa está llena de imágenes poéticas fascinantes.
    Ha sido un placer leer "El Jardín de las Hespérides". Ojalá las ninfas hayan sido clementes y dejen, a tu amigo, entrar en su jardín.
    Un abrazo
    Mercedes

    ResponderEliminar