¡Qué larga la noche! tan larga como una travesía sin puerto, un anuncio de la tele, o la hipoteca de la casa de un hijo hambriento. Soy tromba de río, un escorpión acorralado por un cinturón de fuego.
El hombre no ha nacido para dormir solo y desierto. Me pongo de costado para despistar a un cuerpo suicidado del sueño; y el desasosiego impaciente me lleva a otro jergón de pulgas ardiendo. Me pongo boca arriba, y el firmamento entero con todas sus galaxias, garras sobre mi carne insomne, lacerada, incandescente. Me pongo boca abajo y veo mi abismo rojo de adentro. Y por fuera, perros a ciento. Harto de tanto zarandeo, de aguantar mis ojos al desnudo, de engañarme con ovejas de colores, lobos vestidos de santa oblea, rompo a llorar como niño huérfano tras el cerrojo de la noche. Busco la caricia de mi madre muerta, el abrazo de la mujer que no tengo, el cuento apaciguador de un padre evanescente que se fue a comprar tabaco, la cabecera que no encuentro, que se cayó al suelo. ¿En qué estanque de rosas, en qué pecho podré ahora enfriar el terror de mis miedos yertos?
La noche honda con sus agujeros negros, las estrellas militarizadas, los cañones de la luna, el batallón del universo caen sobre la cama de hierro, me invaden, me vacían como a odre reventado y viejo.
Siempre presumí de llevarme bien conmigo a solas. Por eso tampoco amigos, que en esta noche puedan echarme una mano, tengo. El último era yo mismo, pero esta noche la soledad también me ha dejado indefenso. Ido de mí, abandonado y lejos.
Toco techo, toco fondo. Llego hasta los mares de Estigia. El lodo pantanoso me arrastra hasta las mismas puertas del averno. ¡Cuánto echo de menos a Virgilio! Si no puedo persuadir a los dioses del cielo, moveré a los del infierno.
De pronto oigo el suave trotar dorado de unos caballos. Y siento en mi hombro los sonrojados dedos del alba que me dice:
No temas, soy yo, Eos, el amanecer.
Y recobro el aliento.
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