Cuando entré en la cocina no la oí a primera vista. Tal vez mi padre se avergonzara de ella y la tuvieran encerrada en el sótano de su garganta.
Nadie en casa, excepto él, y sólo en contadas ocasiones (momentos de mala suerte, de discusión, o de cansancio), se atrevía a destapar su estentórea indecencia. Entonces mi padre escupía por la boca el tan reprimido vocablo. Y yo veía como la vergüenza de la palabra se resistía a mostrarme sus partes íntimas. Y me acordaba del cartel de la plaza del pueblo: prohibido blasfemar. A mi corta edad yo creía que aquel letrero quería decir algo así como niño que orina en la calle no puede hacer la primera comunión.
Luego cuando a mis oídos, en vez de un desnudo en toda regla, llegó un chillido contra el santo grial, me cachis en el copetín de bullas, y mi madre dijo ¡hombre de Dios, no blasfemes!, sólo entonces supe que blasfemar era como gritar en falsete.
En aquellos años de mi niñez, el pundonor de las palabras era muy respetado. Y las palabras obscenas guardaban fuera del alcance de mis sentidos las tetas escondidas en el sujetador de su lenguaje constreñido. Y el res non verba de los latinos era lo que se estilaba en aquel tiempo de genuflexiones semánticas en que las palabras no eran el nombre de las cosas sino su camarero y máscara.
Las palabras, eso creía yo entonces, eran pudorosas cual veneno de bellas mariposas; se las daban de castas, y con tan sólo tocarlas, te contagiaban de blenorrea silábica. Luego con el destape y el derecho de cátedra llegó el asueto, el taquerío, el bufé libre de las palabras. Yo mismo recuerdo mi alarde de hablar carretero, mi osadía libertaria a base de tacos defecatorios que apestaban y herían la sensibilidad de las niñas; éstas huían de las malas palabras como los pájaros que se espantan del estruendo de una escopeta.
Hasta que una tarde lleno de curiosidad y valentía estuve tres horas seguidas estrujando el culo a una palabra obscena para que pusiera el huevo de su maledicencia. No obtuve ningún resultado. Nada me mostró la palabra terca; ningún repliegue íntimo de sus carnes lésbicas reconfortó mi deseo de verla en pelotas. Así que la indulté de su pecado, de su herética concuspiscencia.
Y gracias a ello supe muy pronto que las palabrotas que mi padre tantas veces no decía, y en los libros eran puntos suspensivos, tartamudeo en el confesionario, y en las mentes de los niños fantasmas y castigos, no eran malas; malos, los tiempos de candado y de cruzadas que llenaban nuestras mentes de maldades inventadas.
A veces las palabras llegan a perder todo su valor; bien sea por la persona que las dice, bien sea por la situación en que se dicen.
ResponderEliminarTiene un blog muy literario, de esos que a mí me gustan.
Gracias por su comentario en mi crónica.
Azulenca
A veces las palabras llegan a perder todo su valor; bien sea por la persona que las dice, bien sea por la situación en que se dicen.
ResponderEliminarTiene un blog muy literario, de esos que a mí me gustan.
Gracias por su comentario en mi crónica.
Azulenca