En mi pueblo si pasa algo, es a partir de las once de la mañana, cuando el alcalde después de haber desayunado da los buenos días al securata del consistorio. Nadie delante de un guardia aparca su coche en doble fila, ni escupe para arriba, ni se tira un pedo en el tranvía. La mirada del otro condiciona nuestra conducta. Somos como nos miran. Determinismo al canto.
Lo mismo ocurre en cualquier sitio: nada sucede en el país hasta que allá en Madrid, asentado el sol en las terrazas, los teletipos no están en funcionamiento. Por eso mi vecino saca a su perro a pasear a las tres de la madrugada, esa franja invisible que va desde la noche cerrada hasta poco antes del alba. El mundo deja entonces de existir, los excrementos no son de nadie, las penas no tienen rostro, y cualquier delito prescribe antes de cometerse, simplemente porque no hay constancia. Es costumbre de villanos tirar la piedra y esconder la mano. Y es en la noche oscura donde el político forra su colchón de billetes, el banco redobla intereses, el accionarado reparte dividendos, y a ti la zorra te dejó sin tu gallina blanca.
En la noche cómplice un simple detalle configura la realidad en su verdad más honda y oscura, así como un terremoto de siete grados pasa inadvertido si tiene lugar en las antípodas de donde vivimos, allá en Turquía. Basta con que la persona que cuenta algo tenga crédito, audiencia y lo diga en su momento y lugar oportuno, o calle mintiendo.
Lo que no se conoce no acontece. Y si no decidme, ¿sabe alguien lo que pasó aquella noche cerrada en el piso que da a la espada de mi casa? No pasó nada.
Pero, aún después de cuatro años de haber pasado, yo sigo oyendo los gritos de la mujer del vecino, el mismo que cada noche acostumbra a desentenderse de las cagadas de su perro; y veo a este hombre como clava el cuchillo a la que, según dicen, murió de infarto.
Pues bien, este crimen no sucederá, si yo no denuncio el caso.
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