martes, 27 de septiembre de 2011

Flor que canta



Nunca pensé que lo conseguiría. ¡Eran tantas las ganas de comerte, de estar contigo, de escuchar tu canto, de saciar mi hambruna con el dulce color de tu resonancia suculenta!
Mi cuerpo sin tu música,
callado y muerto.
Además de creer que toda ilusión es posible, necesité Dios y ayuda para que el sueño de mi vida se hiciese casi realidad. A punto estuve de fecundar mi carne con el sinfónico polen de tu dorado esperma.
Mi verbo sin tu aliento,
errante y ciego.
No sólo me aprendí de pe a pa todas tus canciones, sino que localicé al milímetro la vibración de cada pétalo de tu corola, el número de estambres de tu vientre, el color preferido de tu lencería en las noches de luna, tus caramelos de miel y fresa guardados en el cáliz de tu residencia en La Habana.

Quiso Gaia convertirte en flor que canta, sustento de cuantos moradores mueren sordos, vacíos de armonía, a contrapunto, tristes y sin rumbo, perdidos por bosques y vaguadas, crepúsculos y cavernas.

Gracias a este fuerte y soberbio instinto de no tenerte que llevaba dentro, me hice con tus coordenadas. Tatué tus letras en mis venas. Atravesé desiertos, traspasé barrancos. Hasta que por fin tu música vegetal y primaria ensalivó mis labios, engolosinó mi lengua. Extasiado abrí los ojos. Y al instante quise beber del néctar de tu melodioso acento.
Mi boca sin tus panes,
reseca y yerta
Y cuando ya estaba justo encima del gramófono de tus encendidos sépalos, me dijiste:
¡Apártate! Yo sólo doy a comer mi melodía a los que a mi llegan vestidos de negro humilde, amantes de la noche y a mamíferos que se atreven a volar entre los peñascos de la duda y el abismo.

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