“Como si paseara con tu sombra,
paseo con la mía”
(Miguel Hernández)
La mañana pinta resoles y espejos por toda la calle. Verbeneras y cristalinas las hojas de los chopos bailan su brillo sobre los primeros rayos de un sol avispado. El asfalto de la calle es un río de plata. Con metalizada envoltura los coches, encendidos y engreídos, navegan encapsulados a su asalariado destino.
Un hombre de espalda hundida camina por la acera. Todo lo que encuentra a su paso, las plataneras, los carteles de publicidad, el mástil de las farolas, los barrotes de la verja del jardín municipal, la marquesina del teatro..., todo proyecta su sombra. El hombre juega a reconocer por su silueta el origen de estas manchas en el pavimento. Entre la variedad de las sombras con las que se cruza, conoce también la que su cuerpo deja sobre la baldosa recién amanecida.
Camina despacio. Esta mañana su sombra se arrastra desacertada, se refleja de manera muy extraña allá por donde pasa. Le disgusta al hombre que su sombra se acople del todo a su cuerpo. Y se lamenta:
Mi sombra ¡qué pesada! ¿Cuándo me libraré de ella, y escaparé contento como lo hace el alma hacia el jardín de la nada, al bello estanque del abismo?El hombre entra ahora en la confitería donde todas las mañanas se toma un café con leche. Al salir del establecimiento su figura, su achatada nariz, las orejas plegadas, su rebelde melena se estampan en negro sobre el cristal de la puerta.
De regreso a casa se siente más liviano. Pero antes de que el hombre llegue a doblar la esquina, la muchacha de la confitería lo alcanza:
Señor, disculpe, se dejó ésto olvidado en la cafetería.El hombre ve por fin los cielos abiertos:
Se ha confundido, señorita, esta sombra no es mía.
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