miércoles, 6 de julio de 2011

Papá Napoleón



Desde aquel día (tendría yo apenas seis años) que le dije a don Miguel Golf que mi padre era el Jefe de la comisaría número tres de la ciudad, vengo yo alimentándome de una mentira que ya en aquel entonces me libró de más de una colleja por culpa de la ojeriza de mis compañeros.

Hacía tan sólo una semana que habíamos llegado a la capital. Tuvimos que salir corriendo de nuestro pueblo, Cuevas de Almanzora, casi con lo puesto, por un asunto un tanto turbio relacionado con unas tuberías de cobre de una fábrica de cartón con cuya desaparición mi padre tuvo algo que ver, y que yo nunca llegué a saber.

Había terminado la feria. Estábamos en los primeros días del curso escolar. Por entonces no habían entrevistas previas, evaluaciones iniciales, tampoco tutorías. Y nadie ni nada, que no fuera nuestro propio comportamiento, podía dar parte de nosotros. Éramos lo que éramos, al margen de historiales, papeles y chivatos; y don Miguel Golf, todo un maestro adelantado a su tiempo. Ya el primer día de clase, para darse una idea de los conocimientos que teníamos, nos mandó pintar en una hoja a nuestros padres, la familia, la casa, con quienes vivíamos... Luego el maestro, según fuera nuestro dibujo, sabría por donde meter la gubia de sus enseñanzas en la madera de nuestra rasa inteligencia, y así modelar la talla de nuestro aprendizaje y porvenir.

Con la inocente sinceridad de un niño que se creía todo lo que por su imaginación pasaba, en el mismo centro de la hoja pinté bien grande a mi padre con su gorra de oficial, sus charreteras de oro bien pegadas a sus engreídos hombros. Y hasta recuerdo que en la solapa le dibujé una insignia, como un mérito a no sé que cosa. No me olvidé de pintar su vigoroso bigote, su mentón duro y astillado, sus botas prepotentes como las de un Napoleón a caballo. También le puse su ancha correa al cinto con los colores nacionales bien subidos, por si tuviera que doblegar con ella la osadía de alguno que se atreviera a quitarme el bocadillo.

Luego, al entregarle el trabajo, don Miguel, al no ver a mi madre en el dibujo, me preguntaría por ella. Yo le dije que mi mamá estaba dentro, en la cocina, preparándonos la cena, y que por eso, desde donde él la miraba, no la veía. Mi necesidad, la propia debilidad, o el miedo de un niño forastero recién llegado de un miserable casón de una rambla apartada, me llevó instintivamente a mentirle al maestro con aquel dibujo tan triunfalista como descabellado.

Desde aquello, muchas lluvias y sequías han ablandado mi memoria, pero aún hoy me acuerdo, como si fuera ayer, de aquella mentira pinturera. Y no me siento por ello avergonzado de cambiar entonces a mi padre, un vulgar chatarrero de Almería, por un apuesto oficial de las fuerzas armadas. Y esa creencia engañada de mi padre, aún hoy, no respondiendo a sus circunstancias humildes y plebeyas, las de un simple mortal y recovero, raterillo y sinvergüenza, sigue firme en mí como icono, paradigma, leyenda y fábula, ese héroe o gigante que todos llevamos en la mente como número uno de nuestra existencia.

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