sábado, 9 de julio de 2011

El lobo feroz





El tiempo que permanezco en estos establecimientos observo a los que aquí están tras mi parapeto de aumento, dos ojos penetrantes y certeros como el láser. Y el encontrarme con estas personas, en actitud parecida, me sienta bien, me ayuda. Estoy cansado de ser distinto, de que todo el mundo me mire como a un extraño, un depredador de otros devoradores inocentes. ¿O acaso soy yo el que a ellos veo como seres fuera de lo normal? Por eso busco lugares corrientes en los que, al pasar desapercibido, me siento reconocido, hallado en el anonimato de nuestra mutua lincantropomorfiana estampa. Yo soy vuestro lupus de Hobbes. Todos coinciden en lo mismo: esperar. Unos esperan a su madre salir de la consulta; otros, a la novia regresar del trabajo; aquel, a un pariente lejano que viene de paso; este espera que Dios sane a su hijo drogadicto; ese, a su mujer con la compra. Yo en cambio nunca espero nada, pero al menos ellos pensarán que yo estoy también allí por algo. Una vez esperé a Caperucita y salí trasquilado. Desde entonces aprendí la lección. Esta mañana me ha tocado disimular la teratología de mi deformidad congénita en un centro de salud mental. Lo hago a veces en la estación de tren; es un sitio, que al ser forasteros casi todos los que por allí merodean, se me da bien. Otras, acudo a la sala de espera de una notaría. Están todas ellas abarrotadas, y mi presencia lobuna apenas se nota. De vez en cuando voy a la catedral, sobre todo en verano. Bajo la sombra de sus bóvedas protectoras el calor no me ataca tanto. Hoy, a treinta y ocho grados, de buena gana hubiera cobijado mis satánicas carnes en sus frescas naves; pero precisamente ayer robaron el Códice Calixtino, y el templo está cerrado a cal y canto. Delante de mi una mujer de mediana edad, ceñuda y cabizbaja, y aún así, atractiva y sugerente, con el cuerpo inclinado sobre sus rodillas en cuatro. No cesa de cubrir su cabeza con las dos manos desplegadas, como si temiera que yo le quite lo que guarda dentro de sus envoltorios encefálicos. Pero yo no puedo acercarme a ella y destapar la gasa de sus intimidades. En lugar de encontrar a la dulce doncella de mis pensamientos, me las vería de nuevo con la abuela, el cazador, hacienda, o quien sabe, tal vez con un madrugador mitinero de campaña. Una vez y no más, santo Tomás. Y de pronto como si esta mujer tuviese ojos en la espalda, sin desbaratar su doblegada compostura, me ladra enfurecida:
¡Y usted, sí, ese que se esconde tras la piel de cordero, deje de mirarme con su curiosidad malsana, que las locas no somos monas de circo!

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