viernes, 22 de julio de 2011

La niña que quiso ser santa



De pequeña siempre fui una niña buena. Tan buena, que mi presencia apenas se notaba. Como el azul claro del amanecer; así de transparente, así de pánfila era.

Y me metieron en un convento para ser santa, que era lo que por aquel entonces se estilaba. De seguir con proceder tan encomiable, pude haber llegado hasta abadesa. Mis preceptores nunca tuvieron problema conmigo. Allí me enseñaron a mear agua bendita, a mirar de reojo, a huir del mundo. Aprendí todo lo que luego he tenido que olvidar. Traduje del latín todos los libros del “Bello Gállico”, llegué hasta recitar de un solo tirón, y de memoria (y del revés) el catecismo del padre Alcete, hasta con preguntas y respuestas, desde el "nihil obstat” hasta el “imprimatur”. Pero mis maestras nunca me enseñaron a pelar un nabo, ni que las patatas eran raíces, o que, para que salieran polluelos de los huevos de las gallinas, hacía falta que un empinado gallo las “polvorease” mordiéndoles con excitación el pescuezo hasta dejárselo pelado como el asiento de un mono.

Mis mentores no sabían que para llegar a ser santa había que ser distinta, dar palos de ciego, tener el caletre un poco ido, el corazón grande y caliente, la imaginación despierta, las manos vacías y los pies descalzos. No paraban de decirme: “niña, tienes que llegar a ser como María Goretti, muerta antes que acariciada”.

Tan sólo una vez me salté el reglamento. Aquella tarde (faltaba tan sólo un segundo para que tocara la campana), las postulantas debíamos callarnos una semana entera, durante los ejercicios espirituales. En el más sagrado de los silencios nos bombardeaban sobre los peligros de la carne, los castigos del infierno, el terror de la muerte. Nuestras bocas a cal y canto selladas, tumbas virginales bajo el velo himenéico del sacrificio más sagrado. En el silencio de la noche se oiría luego el crujido de los flagelos. Los cilicios apretarían nuestros sonrosados muslos hasta hacer supurar sangre virgen por nuestros poros al placer cerrados. Predicadores de renombre, varones con áurea de santidad, martirizaban nuestras púberes conciencias con complejos, miedos y culpabilidades sin pretexto y número. Todo el rigor judeocristiano, junto con la filosofía más catastrofista, laceraban nuestro deseo natural de bondad y dicha.

Antes de que empezara aquel tormento, quise despedirme a grito limpio de aquella tarde en el que unas tiernas mariposas de abril bebían el dulce licor de unos agrietados almendros en agraz. Cuando vi a la hermana portera dispuesta a tocar con su desgarrado y fúnebre tañido la campana, me puse a chillar con todas mis ganas, como una loca desesperada a quien quieren cortarle la lengua de cuajo. La tronera de mis alaridos ensordecieron de tal manera mis oídos que no sentí el repicar de la llamada divina.

Al instante mis compañeras quedaron petrificadas, ante la hierática figura de la maestra de novicias parando como un divino semáforo el jubiloso tráfico de aquel recreo de la primavera de nuestras vidas. Pero yo seguía vociferando a mis anchas, como huracán eterno, dando portazos a las ventanas del cielo y del infierno. En histérico aullido gritaba: ¡brisas y tormentas, olas y músicas, susurros y estruendos, todo lo que en el universo respira, cante a Dios a son de bocina!

La madre superiora me cogió enseguida de las trenzas, y de un golpe seco, como quien golpea con un látigo el suelo, me puso de rodillas con los brazos en cruz, justo debajo del vuelo de la campana. Tan fuerte fue la sacudida que, a pesar de mis trece años, no pude contenerme, y me meé sin querer en las bragas. Sentí el orín caliente resbalando tímido sobre las paredes temblorosas de mis piernas hasta llegar a mojar mis calcetines. Indudablemente fue el miedo la causa de tal incontinencia, pero al momento, ya una vez que me sentí humillada, dejé a conciencia escapar a raudales mi orina hasta formar un gran charco a mi alrededor. Mis zapatos parecían dos sapos chasqueando en agua sucia. Mis compañeras fueron obligadas por la superiora a cercarme como a un alacrán en medio de una corona de fuego. En silencio, no cesaban de reírse disimuladamente. La risa callada, como las palabras que no se dicen, surten más efecto, como el rayo láser que, sin ser notado, es capaz de descomponer el átomo.

Fue entonces cuando el miedo inicial, provocado por aquel castigo, se convirtió de pronto en furia, rabia, en contestación y resistencia. Para cortar la burla de mis compañeras, y para que quedase mi sanción más alta y digna que su actitud sumisa y despreciable, las miré fijamente a todas, en especial a la superiora, me levanté el vestido, me bajé las bragas, les enseñé mi inmaculado culo, me agaché, y allí mismo dejé caer un gran zurullo como una ensaimada de chocolate. Así fue como tuvo lugar mi primera protesta razonada ante la sinrazón de un mundo incapaz de comprender a una niña que quiso estudiar para santa.

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