sábado, 30 de julio de 2011

Jarrón roto



Su desaparición al principio no me causó dolor alguno, al contrario, sentí paz al ver como las cosas se sucedieron con tanta naturalidad. Como el agua dócil que baja del río sin resistencia alguna hacia el océano, así se sumergió ella en el mar tranquilo de la nada. En mis últimos meses a su lado aclaramos malos entendidos, me reconcilié. Y lo que es más, me sentí perdonado y hasta bendecido.

Su muerte me dejó un cierto olor a hierba buena recién cortada. Cuando la enterré, el frescor de la tierra removida que salió de la fosa empapó mis poros sudorosos con el sedoso ungüento de la flor del romero, la mejorana y el espliego, esas balsámicas matas del monte que ella tan bien conocía de sus tiempos de niña por los campos del Arabí.

En mi alma las sacudidas parecen tener un efecto retardado. Y es hoy, después de tantos años, que la tristeza de su ausencia me inunda, me muerde con brutal quejido. La necesito. Su feliz añoranza se convierte en consciente y doloroso olvido. Por eso para rescatar su presencia me dispongo a colocar este jarrón en el aparador, junto a la fotografía de sus días idos. Pero un maldito tropiezo hace que el búcaro caiga al suelo y se rompa en mil pedazos.

La crueldad del recuerdo, el añico de los trozos de arcilla quemada, esparcidos, inservibles, me hablan ahora de la inutilidad de la existencia. Cuando nos despedimos por última vez me dijo que con el recuerdo rescataríamos nuestra realidad compartida. Ingenua utopía, vana esperanza.

Roto el jarrón de su memoria ¿a quién le contaré yo ahora este dolor de muelas que me vuelve loco?

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