martes, 21 de junio de 2011

Perfecto desorden



Aunque parezca extraño, para el pintor el bullicio es su mejor locus amoenus. El trasiego, la algarabía, las voces de los trabajadores en la zanja, el tumulto de la playa, los alirones del estadio, el jaleo de una apuesta de gallos estimulan su pincel de tal manera que luego sus acabados son embalses de cristalinas aguas festoneados por el verde relajante de la floresta del valle, trigales entre el azul y el ocre entrelazados. Nunca sus pinturas reflejaron mejor la luz, el orden y el sentimiento que cuando el maestro trabajó en medio de la confusión y el barullo. Cuanto más ajetreo a su alrededor, mayor la calma de sus cuadros.

Tal vez esta circunstancia extraña se deba a que el pintor tiene su estudio en una de las habitaciones superiores de la casa amarilla junto a un paso a nivel. El chirriar constante de las ruedas de los vagones contra las vías, el rojo encendido del semáforo alertando a voces a peatones y conductores, la hilera fluorescente de las ventanillas corriendo en medio de la noche hacia la boca del túnel, el pitido del tren, el tufo a carbonilla... son su musa, el estímulo para su creación artística y tranquila. Como si el ruido fuese para el pintor una sábana mojada que al estrujarla por sus extremos se escurriera el silencio. Y cual de los agujeros mudos de la flauta brota la música, así, del desorden de su estancia, del estruendo ensordecedor que le acribilla por dentro, emana la quietud y la armonía de su obra.

Cuando entré en su casa, vi todo por medio: botellas de plástico vacías, arrugadas, tubos de pintura destapados, con su costra reseca, telarañas en los techos, entre los barrotes de las cuatro sillas, la pileta atestada de platos, tarros y vasos con pringue, restos avinagrados de comida, el caballete salpicado de gurullos, el jarrón de las margaritas olvidadas y mustias. Me dispuse a limpiar las paredes de humo ennegrecidas, a poner un poco de concierto en medio de tanto enredo. Al fin y al cabo yo no era la modelo del pintor, sino su criada. Y si estaba allí no era para posar quieta y sin hacer nada delante de su mirada hirsuta, su rubicunda barba, su cabeza de pelos desgreñados, ver como una tonta su ir y venir inquieto y frío alrededor de una tela de parturientos colores.

Durante el tiempo que estuve allí, al pintor se le fue la inspiración. Arrinconado como murciélago desorientado, convertido en ratón acobardado no daba pie con bola. Me despidió a la semana.

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