El luminoso de la plaza marca las 15:24.39ºC. Matrimonio mayor mata el tiempo, sentado en la cochera, el sitio más fresco de la casa. Una cortina vasta de rayas verticales, azules y grises, ataja al calor. El sol intenta colarse desde la calle buscando la umbría. La estancia permanece casi a oscuras. Dentro, al fondo, la puerta del comedor, abierta, encajada con una pequeña cuña de madera en el suelo, para que no se cierre, y que la corriente ventile con su frescor la estancia.
Los dos viejos están uno enfrente del otro, muy cerca de la acera. Él se balancea en una mecedora de escay forrada de una tela refrescante, blanca. Ella, quieta en su silla de anea, come pipas con la parsimonia de un autómata. No hablan. Parecen aburridos. Los dos juntos, como dos piedra a la orilla de un camino. Sus caras arrugadas muestran el brillo grasiento de un sudor lánguido. La cortina no está corrida del todo; por su abertura veo como sus ojos semicerrados siguen el paso quejoso de los pocos que a estas horas se atreven a cruzar la calle. La mujer tiene una servilleta de papel en el halda; en ella va echando las sobras masticadas de las pepitas de girasol. Su falda de lunares blancos, un poco arremangada, enseña sus piernas flacas, llenas de varices, carga inservible. Tanto el ansiado comer pipas de la mujer, como el vaivén inquieto del traqueteo del hombre sobre la mecedora, parecen suplicar a la pesadez del sol que se aleje lo más deprisa, que vengan los nietos, el fresco de la noche, o lo que Dios quiera; pero que al menos este vacío pesado del calor silencioso, insoportable, dé paso a una sorpresa, una novedad, la que sea, aunque no sea más de lo mismo.
En el tedio de la siesta, todo es amodorramiento, salvo las zapatillas rosas de la mujer. Los viejos se niegan a dar ni siquiera una cabezada, no vaya a a ser que el tiempo los coja desprevenidos y prescinda de ellos.
La mujer se llama María. Lo sé porque ahora una vecina, al pasar por la acera pregunta:
¡María! ¿qué, cómo estamos?María le ha contestado algo; la otra mujer no lo ha oído. No importa. Ya se sabe, la persistencia de las palabras estériles, irrelevantes, que acompañan siempre, aunque no sepamos lo que dicen. El saludo ha sido gangoso, palabras retardadas por el bochorno del aire. El hombre deja de algunzarse, y le pregunta con los ojos a su mujer con un mudo quién era. María deja de comer pipas para encogerse de hombros. No le alcanzó la vista. El marido mira con asco la mueca triste de su mujer, y al verse en ella él mismo retratado, la mira ahora con piedad, con sus brazos colgando, contrapesas de un reloj de pared sin cuerda. Y se ríe para adentro complacido de sus zapatillas rosas.
La tarde, enmudecida se espesa. Cuajadas están también las horas. El termómetro de la plaza marca agobio, inutilidad y cansancio. Treinta y nueve grados a la sombra de dos vidas que se apagan en el letargo de la siesta.
infinitas gracias dulce y sublime escritor por acariciar nuestros sentidos con tan magna belleza, un besin muy grande de esta amiga admiradora.
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