martes, 14 de junio de 2011

El niño que quiso ser elefante



Sentado en el gallinero, desde su silla de tijeras, el niño contempla a la muchacha tendida sobre una alfombra en medio de la pista. El bullicio en las gradas se detiene de golpe. Suspendido bajo la cúpula del circo queda el eco del silencio. El niño, al que le negrea ya el bozo, no quiere ser niño; y oye el aire que se le escapa de su corazón sobrecogido. La joven lleva dos ajorcas de plata en las manos, una cinta carmesí en su frente azulada, un ajustado caftán de almizcle a lo largo de su anacarado cuerpo.... Y por las venas del niño, un fuerte comezón y escalofrío sacude tempranera su libido.

La carpa está a rebosar de expectación y pasmo. Al suave murmullo del redoble del tambor vibra su carne como el agua dulce entre las piedras limpias. Su deseo impúber se agranda como el germinar de un brote en primavera. El niño se asusta. Pero su miedo es gratificante. Y milagrosamente se siente convertido en el objeto de su deseo: ser el elefante bueno que acierta a no pisar el cuerpo de la muchacha que yace confiada en el buen hacer del mastodonte.

Tanto se empeña el niño desde la distancia en acariciar en círculos con su nariz los senos de algodón y crema de la muchacha que allá abajo, vulnerable aguarda, que al instante se siente el rey de la selva.

El niño se abre paso entre la multitud asombrada. Un sobrecogimiento recorre las gradas del circo. Solemne y descomunal, elefante acicalado de lentejuelas multicolores, ya está el niño frente a la muchacha tumbada boca arriba que le espera con su cara de esmalte bajo su ojos que se funden deslumbrantes en el río de su grácil cuerpo. Levanta poco a poco el pie derecho delantero con parsimonia, a cámara lenta. Por encima de la muchacha, a escasos milímetros de su piel ambarina, pasa sin tocarla, luego el izquierdo, y así, con idéntico respeto y armonía, sobrepasa a la nereida con arrebatado y lento impulso.

El golpeteo acelerado de su carne no cesa. Luego la muchacha da un salto gozoso. Con la elegancia de un lirio de los valles y la acrobacia de una parra de Corinto se lanza a los brazos del niño elefante, lo abraza, lo besa.

Y los dos, fauno y ninfa, entre los aplausos de un público entusiasmado desaparecen tras las grandes cortinas de terciopelo. La muchacha se dirige a su camerino. El domador, sin saber que el elefante ahora es un niño al que ya el vello le asoma por encima del labio de arriba lo lleva a las caballerizas; y allí a un hierro clavado en el suelo sujeta el hombre al animal de una pata.

Al día siguiente en los entrenamientos de la mañana la joven acariciará las largas orejas del elefante niño. Y una lágrima se derramará prisionera hasta perderse por el helado marfil de uno de sus colmillos.

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