martes, 7 de junio de 2011

Depende, primo, depende


La casa de la abuela huele a menta, a tortas con miel, a higos y almendras, el mismo sabor de las meriendas con las que antaño os regalaba. Desde la sala donde los dos amistosamente ahora habláis, tus ojos se dirigen al dormitorio. El lo nota, agradece tu mirada como una insinuación cómplice de su ardiente deseo. Tú disimulas:
¡Bastó cromar un poco el niquelado de sus barrotes para que quedara completamente nueva, como quien dice sin estrenar.
Han pasado más de veinte años. Recuerdas la primera sacudida de tu corazón, aquella forma nueva de latir, también sin estrenar, en la que una turbación agridulce te hizo cerrar los ojos de gusto delante de tu primo cuando apenas tenías seis años. Estabais los dos escondidos debajo de esta misma cama. Tu abuela os buscaba por toda la casa, mientras que vosotros en el silencio de su dormitorio jugabais “al médico mudo”. Tú, más desenvuelta, eras la doctora, auscultabas minuciosamente el cuerpo de tu primo tendido boca arriba sobre el frío suelo, tomabas su tensión, le ponías el termómetro, palpabas su garganta, contabas uno por uno los latidos de su corazón, mimabas sus muslos, sus manos; le bajabas los pantalones, y con suavidad aterciopelada le ponías una inyección en el culo. Tú recuerdas el tierno tacto aterciopelado de sus dedos, un manojo de amapolas sobre los poros abiertos de tu carne de niña. Y le dices ahora:
¿Te acuerdas de aquel gallo que había en el corral de la casa de la abuela?
Tu primo te lo describe tal como si lo estuviera viendo, con su ahuecamiento de alas, sus lujuriosas cabriolas, su kikirikí campanero, un gallo alto, azul y rojo, con su cresta empinada al aire de un soleado corral.
Sí, un gallo arrogante, furioso. Le tenía un miedo horrible. Nada más verme se me tiraba....
Lo hice por ti. No comprendo cómo un niño como yo, pudo tener tanto valor. Cogí el hacha y le partí el cuello.
Con sus ojos tu primo, ahora igual que antaño, se cuelga todo entero de tu cuerpo. Ardiente y tímido, acaricia tus manos, tu cara... y tú notas sobrecogida su deseo.
Nunca me lo agradeciste.
Tu primo insiste, quiere que lo estreches entre tus brazos, aquí mismo, en la misma cama plateada de la abuela como lo hacíais en vuestra infancia... Tú, acorralada, no tienes más remedio que hablarle de tus dudas, de otra cosa.

Tu primo escucha y cierra sus ojos con rabia. Entristecido, tarda unos instantes en abrirlos. Te mira directamente a los ojos, no como tú que miras al cuadro de la Virgen de Murillo que preside la alcoba. Y lo oyes que dice:
El amor está más allá de nuestra consanguinidad. El sexo es química, una palpitación osmótica, una combustión eléctrica. El sexo está en la mente, y tu mente, prima, ahora está en otra cosa.
Lo escuchas amablemente, pero la conversación te sobrepasa.Y cambias de tema:
La abuela tenía también una enorme pasión por los gatos. ¡Su loca manía de desmochar a los gatitos cuando nacían, a todos los dejaba con el rabo chato, como brevas sin pezón! Los cogía cariñosamente y con cuidado extraía el rabo de sus cuerpos. Luego, con vinagre y ceniza cicatrizaba su herida.
Y tu primo, sobresaltado, añade:
Pero, dime, tú no harías eso conmigo, ¿verdad, prima?
Y tensa y en tu sitio le contestas:
Depende, primo, depende.

1 comentario:

  1. Los recuerdos de los encuentros con los primos, cuando éramos pequeños dan mucho de si...
    Tú hoy has hecho una narración preciosa con un final inesperado pero muy certero...Depende, amigo, depende.
    Besicos.

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