Si yo tuviera la cabeza de este hombre y la conciencia de un buda, no necesitaría más para ser feliz. A esta conclusión llegué cuando el ponente terminó de hablar.
Aquel viernes no tenía nada que hacer. Por la autorute du soleil me dirigí al Palais du Pharo. Allí Sócrates Delui, doctor en Oceanografía Biológica, daba una conferencia sobre Bionomía Bentónica y el Paradigma de las tortugas marinas. A mí personalmente las tortugas me dan asco, son hurañas, pesimistas, siempre apesadumbradas con su eternidad a cuestas. Y del tema marino..., mejor no hablar. Algún maremoto ultrauterino se desencadenaría en el interior de mi madre cuando aterricé en su barriga allá por los años cincuenta. Desde entonces el mar me aterra. Prefiero acariciar el lomo de una dulce gata de secano, que el caparazón anfibio de un quelonio milenario que quiere peras de un olmo.
Yo no conocía al Dr. Sócrates, pero mis pasos, sin consultar a mi mente, recordaron el apellido Delui, y se pusieron en marcha a pesar de mi fobia reptiliana. Y es que mis pies con los ojos tapados sabían que el profesor que disertaba en el hemiciclo era hijo de Annette Delui, una vieja compañera mía de utopías, utopía hoy a la sazón en bancarrota.
Mi relación con esta muchacha, después de nuestros escarceos consentidos, se evaporó en seguida, al igual que una flor estrangulada por el asfalto de la realidad más abrasiva y politizada por las avenidas de la imaginación al poder. Y desde entonces hasta aquí, si te he visto no me acuerdo. Pero Annette, sin yo saberlo, seguía siendo para mi ese océano tembloroso, apabullante, olvidado y a la vez sentido y convulso, hacia el cual yo como un robot durante todo este tiempo ardorosamente me he movido.
Y ahora aquí sentado en el paraninfo de esta universidad de Marsella intento sacarle la pinta a este orador, por ver si en él encuentro los ojos de la madre, o algún otro parecido con quien tuvo la suerte de dejarla embarazada de este hijo que en estos momentos se dirige al auditorio con estas palabras:
Llevo más de cinco años analizando con mi equipo del departamento de Zoología cerebros de galápagos en busca del gen escondido, ese impulso buceador que desde las arenas de la playa nada más salir del huevo arrastra a estos animales antediluvianos hacia el mar azul e irresistible, profundo e infinito. Los investigadores ignoramos el por qué, aún habiendo nacido estas tortugas en tierra firme, prefieren perderse en un mar que nunca han visto, aún a riesgo de ser engullidas por crustáceos devoradores. Sólo dos o tres, de entre mil, sobreviven. Lo natural sería que se quedaran a vivir en la playa donde han nacido.Luego, Sócrates Delui, sin saber, o aún sabiendo que yo en otros tiempo fui pretendiente de su madre, aquella muchacha que me encandiló en la primavera del 68, cual otro Sócrates griego en el banquete de Platón, se extendió en filosofías sobre el amor y la belleza. Yo a modo de resumen tan sólo traigo aquí la última frase de su aplaudida conferencia, y de mi aturullamiento y desconcierto por su última alusión a mi presencia:
La belleza es eterna, absoluta. Y es nuestro instinto llegar a poseerla. Las tortugas de mi investigación no descansan, navegan durante su larga vida por los siete mares del universo. Como ese hombre que allá sentado junto a la columna, escudriña por todo el piélago de la sala por ver si en ella encuentra a mi madre, la belleza perdida de su juventud parisina.
Este relato es genial, me ha gustado muchísimo...
ResponderEliminarBesicos.
Ayyyy cuando se levanta la tapa de los sesos y extraé estas cosas y las relaciona uno se queda deseando leer más y más. Ilumina una pregunta ancestral, confirma la presencia de un ser que conoció a los dinosaurios. Sin duda si la interrogaramos no dudaría en decir que el hombre es peor. Luego en un felino movimiento de 180 grados... nos habla de ella, de la utopía fallida y en boca del hijo escudriña su interior... Excelente amigo un abrazo grande rub
ResponderEliminar