viernes, 13 de mayo de 2011

Siempre hay una vez



“...que la vida es una pasión inútil, que vivir es una pasión inútil, que escribir es una pasión inútil y que todas las pasiones son inútiles al final, pero mientras duran nos permiten seguir viviendo” (Julio Llamazares)


Le gusta el fútbol; pero no con ese arte de resumir su vida en menos de lo que tarda un delantero en tirar un penalti.

Aquí en Sedebona Pawel Podolski, inmigrante polaco, tan sólo una vez fue a la Condomina, en junio del año pasado, cuando Polonia se enfrentó al equipo de Vicente del Bosque, y perdió 6-0. Y de ahí tal vez su opinión de que las cosas no van más allá del placer de fumarse un canuto un sábado por la tarde. La noche vendrá sola, por ella misma, y sin él poder hacer nada, la oscuridad matará a la iluminaria del sol.

Sus colegas lo ven un tanto frío y distante, como si tuviera horchata en las venas. No es malo, pero va a su bola. Ello no quiere decir que tenga una flema que desespere a un número irracional, o a un año bisiesto atascado en la A7 un viernes por la tarde. Y ese durar eterno de su mala racha no le impacienta, no le quita el apetito, ni las ganas de volver a ver a su hija; tampoco le salen eccemas en el hígado cuando, de las miles de flores de los almendros que hay enfrente del descampado donde vive, no cuaja ninguna. Este hombre, lo que se dice, una persona eufórica y entusiasta no es; tiene motivos. Puede perder la cartera o el curro; pero no la compostura, ni la razón, aunque esta vez, sí hay motivos. Siempre hay una vez.

A este hombre de frente de olas dulces, vísceras de hierro, cara isocélica y de corazón reglado, las cosas le importan; y se indigna como cualquier hijo de vecino (tanto como como Stephane Hessel) cuando Iberdrola le corta la luz, o el banco le comunica que tiene que abandonar su casa por no pagar la hipoteca.

Esta tarde, contra la costumbre, este inmigrante polaco de treinta y cuatro años años, pelirrojo, y con cara de niño, rompe los esquemas de su tranquila programación genética. Pawel no hace yoga, ni le gustan los libros de autoayuda, no ha leído a Camus, ni a Sartre, tampoco Tanta pasión para nada de Llamazares para saber que la vida es una bombilla y que al más mínimo golpe su luz se apaga.

Esta tarde Pawel Podolski recibe una llamada de Katowice, su ciudad natal, allá donde quedaron su mujer y su hija a la espera de una mejor ocasión para reunirse con él aquí en Sedebona. A duras penas oye lo que la mujer le cuenta por teléfono. Entre llantos Pawel escucha: a la niña la atropelló una moto al salir de la escuela. No hay mayor derrota, ni amor que duela tanto como la muerte de un hijo. Y aunque el autor de La lluvia amarilla diga que las guerras la acaban ganando los perdedores, Pawel en este momento no está para sublimaciones ni literaturas; enciende el mechero y le prende fuego al sofá. Siempre hay una vez. La pequeña casa en menos de una hora queda hecha cenizas. Pawel sale a la calle y grita:

¡Y ahora que venga el banco y se lleve lo que quiera, pero a mi niña, no, oh Dios!

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