Ayer (¡qué casualidad!) día de la República, me encontré una carta que, allá por el 78, llegó a mis manos. La carta me la regaló un viejo correligionario. La conservo agradecido como quien guarda un tesoro, todo un valioso testimonio.
Tanto el remitente como el destinatario fueron para mi desconocidos; pero no indiferentes, pues ambos, por su simbolismo y coyuntura política, están muy presente en mi recuerdo. La carta data del 21 de noviembre de 1941, y no tiene nada que ver conmigo. Por aquel entonces yo aún no había nacido.
La sencillez, brevedad y casi hasta la frialdad de lo que en ella se dice, contrastan con la importancia y trascendencia de su contenido. Lejos de todo triunfalismo, victimación, demagogia y oportunismo, su autor, aún siendo protagonista de una gesta, para mi, digna e inmemorial, describe su agónica situación con gran modestia, normalidad y realismo.
Si yo fuera un escritor al estilo de Javier Cercas homenajearía a este tal Francisco con una novela histórica, y rescataría del anonimato su hazaña escondida en la oscuridad de un amanecer vengativo en que fuera fusilado; pero como no sé hacerlo, me limito tan sólo a dejar aquí su carta para que quede constancia de su nombre imborrable:
A Lucía García
Calle Escalericas, 20. Murcia
Queridos padres: Deseo que esta la conserven al objeto de tener siempre mi recuerdo cada uno de ustedes, no para entristecer, sino por el contrario para poder decir en todo momento que su hijo tuvo el valor que estos trágicos instantes requieren para intentar morir. Ustedes saben que toda una vida he sido bueno, he tenido mala fortuna de que me toque esta fecha y me resigno a ello, pero sin el más mínimo sentimiento de conciencia
Sin otra cosa que decir, saludos a toda la familia y mi último abrazo para ustedes.
Francisco
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