¿Qué hacemos nunca? -dijo el arriero. Que es lo mismo que si hubiera dicho hagas lo que hagas, mi atareada mula, después de muerta, la cebada al rabo.
Por la cuesta de la melancolía la vieja acémila arrastra sus costillares cargados de alfalfa y costras, frustración y grano. Para los demás, manjares; para la mula cansada, paja y pesares. Los perros del vértigo, látigo en mano, persiguen a la bestia que se da de bruces contra el arcén de la nada. Por sus anteojeras de esparto y miedo los árboles en torbellinos de espanto corren a la desbandada. El animal callado y ciego por un camino en vano hacia la Plaza de la Sombra donde las moscardas en revuelo esperan su carne muerta. A su paso los gorriones se espantan. Una culebra se embucha los huevos de la tortolica tonta. En el jardín de al lado un enjambre de hormigas glotonas se zampan un escarabajo.
¡Ay si la mula hablara! No tendría palabras para describir su lamento. ¿Y si escribiera? Sus letras, como su vista mansa, aspas aceleradas en rotación de molino, gritarían a los vientos su soledad seca de miramiento y agua. Escribiría pesebre acabado es mi cuerpo, y mis huesos, alimento fresco para famélicas ratas.
Esta mula que oyó un día a su amo, un necio ilustrado, decir que escribir es resucitar de nuevo, cogería el carbón para expulsar su pena, y así librarse de sus aguaeras de plusvalías ajenas y de pulgas llenas. Escribiría dulce establo, cuadra abrigada; pero las letras se le resisten, se estrellan contra el suelo que se resquebraja. Y por sus grietas las letras se cuelan, se las traga la cuesta yerma en una noche lluviosa de un viernes santo cualquiera. E insiste la terca mula. Y antes de caer abatida entierra una de sus herraduras, la que de tan gastada parece plata, junto al desaguadero de la fuente blanca.
Luego el mulero, después de sacrificarla, la echará de menos:
Dime, mula del alma, del hierro aquel de tus fatigas pisoteadas que plantaste a la vera de tu agonía, ¿nunca brotará nada?
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