"Yo oigo siempre esa música que sueña en el fondo de todo, más allá; es la que me llama desde el mar, en la calle, en el sueño."
Espacio. Juan Ramón Jiménez
La tarde sonríe como un niño a quien su madre cosquillas de besos le da en la barriga. Embriagado voy entre el glauco y el azul que me llevan del brazo cual doncel asido de jacarandas y naranjos. La acera a cuatro bandas exhala azahar disuelto entre los resoles animados de sombras cambiantes, lúcidas y saltarinas. Y me cruzo con bellas muchachas que alientan sus cuerpos de avispa hacia el centro. Van a remozar la primavera de sus años entre miradas y sorbos de admiración y galanteo por el cogollo de una ciudad que aún quiere ser íntimo arrabal, más que fortaleza de ladrillos, avaricia y corrupción.
La calle confluye casi enfrente del Auditorio. La Sala de Conciertos está en las afueras. Y allí me aguarda Enriqueta Constante de la mano de un Berlioz entusiasmado. Mis pisadas tranquilas se funden en paralelo con el silencio deambular del río. No hay vacas paciendo en sus márgenes de verde y piedra, pero mis ojos se sorprenden por el canto de una vieja sentada en un banco del paseo, que hace una toquilla al nieto que viene de camino.
Me detengo disimulado. Quiero retener esta tierna escena en el cuaderno de mi memoria perezosa, pues si no la escribiera, sería como si no la sintiera ni gozara. El mantón que la abuela teje al nieto es la sinfonía de este abril fantástico que se extiende sobre mis pasos, compases, música de flautas para una danza entre sueños de amores y alegrías.
A contrapunto, allá en Libia un avión de la Otan dispara odios y dolores contra una ambulancia. La abuela se distrae, pierde el hilo, y se pincha con la aguja. Y el azahar de los naranjos se torna en flujo de cerezas doloridas. Mi caminar ahora es tenebroso y pesado. Llego tarde al concierto. Escucho tan sólo el movimiento final. Y veo a la bella Constante convertida en demonio, y a un Berliot desesperado y loco por los celos, asesino y condenado en su marcha al suplicio acompañado de los cuatro cuerpos acribillados en una ambulancia debidamente identificada.
El sol se oculta tras la cordillera en medio de un gran trueno que me levanta de la butaca. Los trombones de la orquesta en aquelarre imponente y salvaje protestan contra la guerra. Y desde mi asiento acurrucado escucho el Dies Irae de unas campanas que tocan a muerto.
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