"Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños: un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa".
Y al acabar de leer La noche boca arriba de Julio Cortazar, tuve que pararme a pensar, pues así de pronto no sabía que parte del cuento pertenecía al mundo real, y que otra se correspondía con el sueño.
Si la otra noche estuve haciendo croquetas, esta última la he pasado enfangada haciendo arroz con leche. Me levanto cansada. Mis sueños son tan reales que mis manos huelen a canela. Y hablo con mi hija para ver si las palabras me pudieran librar de esta confusión. No quiero verme atrapada por estos dos planos, tan contradictorios como ciertos, por los que ahora parece deslizarse mi vida abocada a la muerte.
Mi única referencia, la prueba más clara de que todavía estoy en este mundo es el reposa brazos de este sillón donde me paso la mayor parte del día. Los toco, los palpo con mis dos manos, como el superviviente de un terremoto que se respinga la cara para saber si es verdad el horrible tsunami que se tragó a un pueblo entero.
El sueño es la terapia contra la adversidad de la vida, o mejor la vida sea la mejor defensa contra las redes telúricas de la araña del sueño. Aunque visto lo visto, tanto sueño como realidad, los dos me dan mucho miedo.
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