jueves, 17 de febrero de 2011

¡Quita, chucho!


Antes de retirarte a casa das sin rumbo varias vueltas por la ciudad. A retrancas te apoyas en los postes de las farolas. No quieres volver, al menos hasta que tu mujer rendida de sueño no se haya acostado. No quieres escuchar sus quejas, ver tu vergüenza en sus palabras acusadoras: eres un maltratador. Todos te dan de lado; pero no aguantas que sea ella la que te diga eres un borracho.

Como no tienes agallas, ni tampoco eres un santo, al pasar por el puente viejo, rechazas la idea de arrojarte al río. Sería mejor que romper una chilla en la cabeza a la parienta, encerrarla en el armario o echarle tus orines en plena cara. Los molinos del agua pulverizarían en un momento el grano envenenado de tu mala catadura y, ella agradecida, se vería por fin libre del tufo etílico de tus palizas. Pero no, eres un cobarde disfrazado con tu armadura medieval y cavernícola.

La noche ya es muy entrada. Un perro husmea en el contenedor de la esquina. Al verte pasar, deja el rastreo de sus desperdicios y te sigue como si te conociera de siempre. Para ti cualquier compasión siempre fue una degradación. Y si como ahora viene de un animal, todavía más. Y le propinas una patada en el hocico como si se la dieras a tu mujer. El perro además de masoca es cabezón a rabiar. Al final los dos (similis similem quaerit)) termináis más amigos que cochinos en Sálvame Deluxe, un vertedero de escombros a las afueras de la ciudad.

De ti nunca más se supo. Pero al perro desde entonces todas las mañanas lo vieron salir del portal de tu casa acompañado de tu mujer.

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