El mueble en sí no es feo; y para el tiempo que tiene, no es tan viejo como para ser sustituido por otro. Pero a la mujer ver el aparador allí siempre, todos los días en el mismo sitio, apalancado sobre la pared empapelada de flores sepias, con su cara de caoba inglesa, frente a ella, también arrinconada, aburrida, oscura y sola, le desespera, le cansa.
La mujer sabe, pero no se da cuenta que hay ciertas épocas del año en que los humanos nos removemos por dentro; y esa agitación interior nos lleva a cambiar la disposición de los objetos: los cuadros, las lámparas, renovar las sillas, deshacernos del reloj de pared y en su lugar colgar una fuente de Talavera, o una serigrafía del puente nuevo de la ciudad, o tapizar de cuero el sofá de la salita. Inconscientemente la mujer cree que la remodelación exterior le traerá la calma, desaparecerá el desasosiego que sin razón aparente la recome. No sabe que suele ocurrir lo contrario. Hasta que ella no dé con el motivo, retire la gran piedra que la remueve por dentro, y que desde su fondo revuelto desvía la corriente del agua, su energía, justo a donde no debe ir, todos los arreglos que haga en la casa no sólo serán inútiles, sino que le causarán más ansiedad todavía.
El viejo aparador, herencia de su suegra, un mueble de roble del XVIII, no tiene culpa de nada. Otros por este mismo aparador darían su vida. Pero este mujer, no. Ella ha decidido esta mañana deshacerse de este enredo; y en su lugar quiere colocar una consola más práctica y coqueta que ha visto en Ikea.
Esta mujer, que ahora espera al recovero, no se acuerda de los disgustos de la familia de su suegra, cuando se murió la abuela, y las hijas se disputaron esta vieja reliquia. Tampoco recuerda el aplomo con que el viejo aparador aguantó discusiones, guardó secretos unilaterales de fidelidad adulterina, presidió abrazos desde la cima de sus tres torres torneadas, atisbó magreos concubinos tras la cortina, escuchó murmuraciones y cotilleos entre los visitantes de la casa. Sus cajones escondieron sisas y cartas, sueldos, y títulos, y hasta un pañuelo de carmín con aquel primer beso que su exmarido le dio a su mujer de ahora. Esta mujer nunca oyó decir a Rilke: "tu cántaro soy yo, ¿y cuando me rompa?"
Desde hace un año, el mueble ha perdido el brillo. Pero es porque la mujer no lo limpia. Le ha cogido tal manía que le desea lo peor: ¡Ojalá te pudras y te coman las termitas! Esto que la mujer piensa ahora no se lo dice al hombre que ha venido a llevarse el mueble viejo. El recovero, se imagina de que va la cosa. Mira entre tímido y seductor el cuerpo de la mujer, y le dice:
¡Pero, señora cómo está usted para desprenderse de esta joya! Conozco yo un anticuario que un ojo de la cara daría por el mueble de su propiedad.La mujer tan deseosa está por desprenderse del aparador que no se da cuenta del cumplido del hombre. La mujer anda confundida y no distingue entre objetos y personas.
El salón de la casa, ahora sin el mueble, está contento. Hay más espacio. Las paredes se lucen mejor. Y el viejo sepia de las flores ha reverdecido en un suave color manzana. Pero la mujer no exclama, no se expresa como debiera:
¡Por fin me deshice del cabrón de mi marido!
que belleza de aparador, a veces pagan nuestro vacio que sentimos en nuestro interior las cosas más bellas y antiguas desaciendonos de ellas pensando que así conseguiremos aplacar nuestro rencor. un besin muy grande de esta asturiana.
ResponderEliminarLa mujer le debía haber hecho caso al recovero...
ResponderEliminarTu escribes sobre el aparador, yo sobre una foto de un capazo...
Besicos.
Que no nos aten las cosas...
ResponderEliminar¡Lo importante son las personas..
Esos muebles son bonitos cuando encierran recuerdos entrañables, pero para recordar episodios desafortunados... pues ¡A paseo!
Vengo del blog de Cabopá con tu permiso te seguiré.
Un abrazo desde mi Librillo.
Podemos deshacernos de muchas cosas externas, incluidos aparadores de anticuario que el fantasma seguirá ahí.
ResponderEliminarSaludos