Tiene un dolor sordo que le sobrepasa y desborda. Su dolor es más fuerte que la muerte. Le coge por sorpresa, por el pescuezo. Hay tormentas que se avecinan y son vandálicas; pero las que no avisan, son aún más devastadoras. Las meninges que por la nuca le pasan se retuercen como si fuesen sogas trenzadas, le estrujan las sienes. Sudores. Mareos. La mirada emborrona las paredes. Las cortinas de las dos ventanas del dormitorio no paran de descorrerse. Un telón eléctrico pasado de rosca. Su visión parece una cinta de película rota que pasa entrecortada a salpicones de espasmos y temblores. A su lado, al pie de la cama, una zafa y un orinal. Y en la mesilla, un pañuelo empapado de salivas, junto a una jeringa preparada con el dogmatil que le calma. Cuando le ataca la crisis el cuerpo se descompone. Diarrea. El ruido de sus oídos: el de una sirena de incendios. Y el bombeo de la presión arterial es tan agitado y ostentoso que hasta un ciego lo vería.
Sobre si es más fuerte el dolor del cuerpo que el del alma, Juan Soldado, así llamaremos al hombre que ahora yace en la cama, siempre dijo que no tenía miedo a la muerte, sí al dolor. Cuando el Meniere le sobrecoge, al no ser su efecto sangrante, (sus heridas no se ven), alguien que lo observara diría que más que penoso, es escandaloso por el estruendo de sus vómitos, cajas destempladas. Su dolor es limpio, si no miramos la bilis ennegrecida y sanguinolienta que ha salido como líquidas estrías por el cincel del esfuerzo de las arcadas. La tráquea le arde. Los ácidos gástricos le corroen por dentro. Su dolor es tan profundo que apenas se manifiesta. Nace de lo más abajo. Y como una bola de fuego sube hasta llegar a la garganta quemada.
Si yo ahora le dijera a Juan Soldado que le pusiera nombre a su dolor, me diría:
El dolor que siento no tiene forma ni cara. Es lo más parecido al miedo. Tengo miedo que este miedo no se acabe, miedo a caer en el abismo, sin tocar nunca su fondo. Miedo a que la base del mundo se desplome sobre el caos infinito sin un suelo firme donde puedan mis pies posar el vértigo de su borrachera.Y este miedo sin forma, sin rostro, no físico, es lo más doloroso de su miedo. Más que un fantasma, es el miedo en persona. Veo a Juan Soldado vencido, como un espectro de sí mismo, morador de un mundo extraño y perdido. Me acerco por si mi proximidad le aliviara. Y un gesto brusco de su mano me aparta. No quiere hablar, ni ver a nadie. No hay consuelo que le valga. Tiene miedo a morir; miedo a que se le pare el corazón. Miedo de perder la razón, de caerse, y de romperse la crisma. Nadie puede ayudarle.
Tiene los ojos cerrados. Y su cabeza de costado. El médico le dijo que apoyara su oído, aquel que le ruge con más fuerza, contra la cabecera. Juan Soldado no habla, pero piensa, si pensar es sentir que un muerto se muere solo, y que el Meniere le ataca siempre a traición. ¡Precisamente ahora cuando mejor estaba!
Juan Soldado tras la crisis y la medicación vuelve a la tranquilidad y siente como si regresara de los infiernos salvado como Alcestes. Y se siente en la gloria. Y exclama como Dorothy al final del cuento del Mago de Oz:
Me alegra tanto de estar de nuevo en casa.
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