Flor de vinagrillo

Tarde de domingo aburrido. Un muchacho camina su soledad por la orilla del río. ¡Tan joven y tan cansado! Lleva en la boca una flor de vinagrillo. Mastica el tierno tallo; y la nariz se le arruga por el suave avinagrado de su crujiente sabor. Y este pequeño gesto contrariado y mustio, junto con el amarillo de los pétalos, le dan a su cara un tinte de triste payaso de circo.

El muchacho no se da cuenta de la placidez del momento, de la música del agua, del tapiz florecido de los márgenes del camino, de la generosidad de la huerta, la universalidad de los campos. Y estas ventajas apacibles del ambiente, en lugar de sonreírle, melancolizan sus sentimientos con lágrimas, que no por ser jóvenes, carecen de dolor y fundamento.

El muchacho, repito, malhumorado, no sé por qué, (si tiene toda la vida por delante), se detiene ahora. Se agacha. Y coge de la orilla una palabra, un deseo temprano, un pensamiento. Mira de cerca con detenimiento la palabra. Y descubre que su deseo no tiene letras, sólo amarillos. La palabra ha dejado de ser ella para convertirse en flor de vinagrillo, esa ingenua coincidencia de realidad y proyecto, ilusión y trayecto. Y se la lleva a la boca.

El joven vuelve a casa. Se siente dichoso. Ya se sabe de los cambios bruscos de una edad que corre al galope. Se pone los auriculares y escucha a Jon Lenon:

Imagine no possessions
I wonder if you can
No need for greed or hunger
A brotherhood of man
Imagine all the people
Sharing all the world...

... y el joven es la canción que canta, la paz que imagina, el sueño que sueña.