lunes, 17 de enero de 2011
Barre, mujer, barre!
Me zumban los oídos como dos abejorros supersónicos. El día ha amanecido como mi cabeza. Son las ocho y media; y al sol lo entelona el terco plomizo de una mañana cansada. El gris de la niebla inunda la acera, traspasa el postigo, y se cuela hasta el hipotálamo de la tristeza, con su pesadez de lunes quieto, y suspendido en el aire abotargado, cual la cetrina luz de la farola sofocada y sujeta al suelo. Bajo la apariencia tumultuosa de las aguas del río: siempre su mismo firme, inamovible y frío.
Desde el corral la perra ladra, no sé si de verme con tan avinagrada cara, o porque ha visto un gato negro en el tejado. La perra ladra siempre a la mujer humilde de la Place de la Femme, y es como si me tiraran a traición una piedra.
Me asomo, y veo a la mujer barriendo la acera, y siento este momento como si fuese eternamente aburrido, circunflejo y fijo. Sea la hora que sea, a esta mujer me la encuentro a todas horas barriendo la calle. Salga el sol o no, me zumben los oídos o le silbe el resuello del alma al verdugo de turno, tenga ella o no la regla, esta mujer no hace otra cosa. Mujer sumisa. Paciente, a piñón fijo, como las dos palomas de escayola que mi vecino tiene sobre los postes a la entrada de su casa. No vi yo nunca aves más contentas. Ni alcalde más continuista y parmenidiano que mandó erigir un monumento a labores tan sexistas.
Antes se le olvidaría a la tierra el dar vueltas sobre su eje, que a esta mujer barrer la calle. El mundo para ella es una vara de medir, el mismo patrón, la misma horma. Lo malo para ella no es que todo esté marcado, sino que todo esté medido de la misma manera. Nada extraordinario ocurre. Todo sucede de modo ordenado, hasta el girar de la veleta en tiempos de ventoleras.
Determinismo de mujer no cuestionado por su inteligencia, agotamiento o rebeldía. Gracias a este intocable y permanente esquema de las cosas en su cabeza, de que las cosas son así porque sí, y no pueden ser de otra manera, la mujer no se vuelve loca. Para esta mujer sería un desastre el que las cosas fuesen distintas; como querer que el aceite hirviendo no queme, o que los huevos no floten en agua con sal disuelta. Su fuerza, o su delito, está en su peculiar manera de ver las cosas, de barrer la puerta, siempre, siempre a la misma hora, a todas horas. Y aunque nadie lo entienda, este momento es sublime para esta mujer, esposa de un hombre sin iniciativas, y madre de cinco hijos. Y mientras barre, la mujer se distrae, se relaja, se olvida de la pena de su marido en el paro, de la insustancialidad de la nada, de su quehacer rutinario.
¿O acaso la niebla que hoy embarra el lomo cansado del cielo podría ser en lugar de tedio, danzante y amoroso rocío?
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
¡Extraordinario! mucho tiempo llevaba sin leer algo escrito con tanta emoción. Me ha llegado muy profundo y me ha evocado también muchas cosas vividas.
ResponderEliminarLa mujer que barre. Una visión de la división del trabajo de tiempos idos. Mientra ella lo hace, ha visto pasar la vida en el mundo. Ella con quehacer de higiene, como símbolo del trabjo y en nuestra concepción presente, como presencia de un machismo. Su prosa se fija en la cotidianidad, pero le da pie para visitar a los presocráticos. Ha sido interesante y agradable leerlo. Un abrazo desde este lado del charco Rub
ResponderEliminar