Creo que fue Guillermo de Occam quien dijo que todo aquello que no era necesario, carecía de sentido. Según este controvertido franciscano, muchos, yo incluido, estaríamos de más en este mundo. Y el mismo mundo podría haber no existido. La muerte es la demostración más palpable de nuestra contingencia. Aquí paz y allá gloria. En el hipotálamo del tiempo, ni un vestigio del fluir heracletiano quedará grabado en las cenizas del cerebro del olvido.
Nada de lo que hice ayer resultó ser imprescindible. Si en lugar de espantar moscas con el rabo de mi mosqueo perecedero, hubiese vivido en azul, me hubiesen ventilado perforándome la tráquea con la respiración de ilusiones vanas, religiones de esperanza, perspectivas infundadas, mi cuerpo no por ello se libraría de ser pasto de los gusanos.
Y me pregunto si hay algo en la vida que merezca la pena, que su aleteo sea imperioso, su necesidad obligada, su girar, conditio sine qua, para que las aspas del molino del planeta sigan dando vueltas alrededor de un sol que también tiene los días contados. Hago repaso de las cosas que como las ruedas de un carro hagan andar, motiven mis pasos en esta fría semana que nos amanece nublados. Y caigo en la cuenta que precisamente todo aquello que me esclaviza es el gasoil contaminado que me mueve: el trabajo, el dinero, el mercado.
Sí, ya sé, que si quiero que me oigan, debo hablar más alto, levantar, si no mi voz, sí al menos el ánimo. La palabra es un azicate, ¡que para males, con la espantada de los dioses, el silencio del universo, la basura del consumo ya tenemos bastante! Mejor decirle a mi chica: Prefiero morir mañana que haber vivido mil años sin haberte conocido. ¡Ay, el arte, el amor, la belleza, la literatura ¿serán ellos los que me salven del determinismo pasajero, del pesimismo, del corto alcance del transitorio trance con el que hoy lunes me desayuno?
Esa teoría la aplican muy bien los exterminadores, sobre todo los humanos: se llama genocidio.
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