viernes, 26 de noviembre de 2010

José María Párraga

Pierdo las gafas, y el tablacho de las aguas de mi vista cerrado queda como un portillo con candado. Un inútil montón de carne con ojos..., sin ojos. No puedo hacer otra cosa que no sea mirar, regar con la luz y el color el alba, las horas y el murmullo de la acequia. La contemplación, el asombro. Y me viene a la mente la chispa para un libro. Pero enseguida caigo que fue ya escrito: La acequia entubada. Nada queda ya sin publicar, tan sólo la ceguera. Nihil novi.

Y ahora que estamos en otoño y los grises se amontonan, pienso que los libros son hojas perecederas. Como ese gas utilizado para el aislamiento en la construcción. Salen los libros airosos del calderín de su almacenamiento, y enseguida se condensan, y cosificados quedan, sin movimiento, sepultados, condenados para siempre a la oscuridad de un doble tabique opaco. Libros por el suelo, apilados en la estantería, en los húmedos sótanos de una biblioteca. Hay quienes disfrutan en las librerías y ferias. A mi me deprimen. Embriones disecados en urnas de papel. Cementerios de letras muertas. ¿El mejor libro? Aquel que aún no ha sido escrito. La mejor palabra: el silencio. Vivieron mientras fueron escritos, mientras fueron leídos. Pero ya nadie lee, sólo ratones asustados en el trastero. Tampoco los escritores, ni los críticos. No tienen hambre ni tiempo.

Hoy, que he perdido mis gafas, escribo aún estando ciego, tal vez por eso. Y me viene a la memoria aquel encuentro en un día de matanza con José María Párraga allá por la huerta de Patiño. Recuerdo que entre trago y trago, morcilla y tocino, alguien, viendo al cerdo ya casi engullido, preguntó a la concurrencia:
¿Qué parte de vuestro cuerpo os fastidiaría más que os quitaran? De los cinco sentidos, ¿cuál lloraríais más su falta?
Algún machito gracioso enseguida se echó mano a los genitales. Un músico aficionado que por allí había, se protegió las orejas. Al corazón se llevó su delicada palma la anfitriona de la casa. Y fue Párraga el último en opinar. Yo antes de que él hablara, quise adivinar que el pintor se inclinaría por sus manos, para no tener que atarse como un Renoir paralítico los pinceles a sus dedos. ¡Aquellos dedos y su destreza para el grabado! Pero no. Párraga no se refirió a sus manos:
A mi lo que más me dolería es quedarme ciego. Salir al jardín de Floridablanca, sentarme a gusto en un banco, ¡y no poder mirar el color del busto de una muchacha!

3 comentarios:

  1. "¡No hay prenda como la vista!"- salmodiaban los ciegos antiguos, según dice Buero Vallejo en su obra "En la ardiente oscuridad".
    Para un pintor, desde luego es lo primero.
    Pero te veo pesimista con respecto a la Literatura. Siempre habrá personas que disfruten de la lectura intensamente.
    Un saludo

    ResponderEliminar
  2. No es pesimismo, Rosa Cáceres, es una realidad, que la sensibilidad de Juan, no elude, constata.

    Me has dejado pensativa, Juan, con esa pregunta sobre cuál de los cinco sentidos es más necesario. Y pienso qué es difícil de responder, pero sólo cuando se tienen los cinco.

    Un fuerte abrazo

    ResponderEliminar
  3. Bonito homenaje a Párraga haciendo recovecos por la huerta,acequias,tus gafas,los libros escritos,los libros leídos y los sentidos...
    Como no me gustan demasiado los juegos y soy excesivamente conservadora con lo mío no prescindiría de ninguno,salvo accidente o enfermedad...
    Besicos.

    ResponderEliminar