Si en lugar de ser Rodrigo de Triana el ojo de halcón, el marinero de La Pinta que avistó las Américas, hubiese sido mi vecino Juan Francisco Glass, el Nuevo Continente hoy sería aún más viejo, ignoto y virgen que la Europa de los laureles, euros de soles mustios.
Dicho en términos geométricos, o de forma más científica: para definir las esencias es preciso la mirada ambivalente, más compleja y a la vez concisa y diáfana. Para Juan Francisco la lejanía de sus extremos era inversamente proporcional a la proximidad de sus cabos. Tan era así, que el señor Glass y su imagen eran incompatibles, o confundidos en su justo centro. Homeopático era su comportamiento. Y no hablo por boca de ganso, pues yo estaba tan cerca que presencié lo que cuento, lo viví como si fuera yo mismo.
Tan huraño y desconfiado era de sí mismo que cada dos por tres Juan Francisco Glass huía de sí, como si él mismo fuese gato y agua de manera simultánea. Era alérgico a los espejos. De hecho en su casa no tenía utensilio ni mueble alguno con brillo. Temía a cualquier superficie refractante que proyectara su figura. Cualquier cristal, cualquier pantalla que pudiera reflejar su imagen, era su ladrón mas avieso, el secuestrador más perverso que arrebatarle quería su propia vida.
A Juan Francisco le pasaba lo que a muchos matrimonios: cuanto más tiempo llevan juntos, más separados. Ni contigo ni sin ti / tienen mis males remedio, / contigo porque no puedo / y sin ti porque me muero. Recuerdo la última que lo vi en los aseos de la cafetería de la esquina de nuestro edificio. Andaba arrastrado recogiendo cristales rotos esparcidos por el baño. Le pregunté:
¿Qué haces, Juan Francisco, puedo ayudarte en algo?Levantó la vista, y al reconocerme como a su vecino de piso, me dijo un tanto aturdido, monocorde y preocupado como si hablara consigo:
No, gracias. Ya ves. Acabo de tropezar con la luna de este espejo, y recojo los pedazos de mi cuerpo esparcidos por el suelo.
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